En una ocasión, de vuelta a casa después de una jornada burocrática más en una dependencia de gobierno, en medio de un congestionamiento, escuché en la radio la historia de Richard Jacket, mejor conocido como John Ketch, quien en el siglo XVII se ganaba la vida ejecutando a hachazos a los condenados a muerte.

 

El verdugo servía al rey Carlos Segundo de Inglaterra y pasó a la historia por los sanguinarios métodos y el placer con que realizaba sus encargos; de hecho, se convirtió en una especie de estrella del cadalso, en el que se hizo célebre por la espectacularidad con la que ejecutaba su singular oficio (cuentan que en un año llegó a degollar a 30 hombres él solito, hecho que lo encumbró entre los fanáticos de esas exhibiciones.)

 

Pensé entonces en la oficina, en la afirmación sarcástica de un compañero quien, de manera regular, al saludarlo y preguntarle “¿cómo estás?”, respondía casi automáticamente: “¡Feliz! Me encanta ser burócrata… ¡Cuántos no se sentirían afortunados por trabajar en algo que les encanta y que, además, les paguen por hacerlo”.

 

Después de las primeras veces, esa broma tan bobalicona se ha ido desgastando, especialmente porque ese mismo compañero, con el paso de los días y el incremento de la carga de trabajo que se le ha ido acumulando, ha perdido el sentido del humor.

 

Por eso el relato de Ketch —quien terminó ahorcado por matar a una prostituta, luego de haber pasado una temporada previa en prisión acusado de “impago de deudas”— me pareció curioso pues, finalmente, él sí pertenecía a ese pequeño grupo de personas que, en algún momento de su vida, pudo haber empleado la frase juguetona de mi compañero de oficina sin sarcasmo.