Violencia Machista
por Eréndira Svetlana
Cuando hablamos de la violencia machista lo primero que nos viene a la cabeza es la imagen de una mujer brutalmente golpeada que llega a un servicio de urgencias o a un refugio para víctimas de violencia de género, con la nariz sangrante, la boca rota, varias costillas quebradas o un ojo hinchado y morado. Y sí, en la última de las instancias la violencia machista se manifiesta con la agresión física y el abuso de la fuerza de un hombre motivado por la creencia de que es superior y tiene derecho sobre la persona y el cuerpo de una mujer, una creencia que llevada al extremo se convierte en el tipo de violencia más grave que puede sufrir una mujer por el hecho de serlo, que es el feminicidio. Pero la violencia machista va mucho más allá de eso, es un concepto muy extenso que nos atraviesa a las mujeres de muchas maneras y en muchos contextos y que determina nuestras vidas en todos los ámbitos en los que nos desenvolvemos.
En realidad, cabría hablar de múltiples violencias cuando nos referimos a la violencia machista, agresiones muy diversas de las que somos objeto las mujeres y que están tan profundamente normalizadas en nuestra sociedad, que se han vuelto parte de nuestra cultura y de la forma en que nos relacionarnos con el entorno hasta el punto de que las hemos invisibilizado.
Es real, ser mujer en una sociedad patriarcal como la nuestra implica someterse a una serie infinita de violencias a lo largo de nuestras vidas. Porque es violencia que nos pongan una etiqueta desde que nacemos, la etiqueta de nuestro rol de género, que por nacer mujeres el patriarcado nos imponga una serie de mandatos sociales, que nos adjudique un espacio físico y un territorio emocional idóneo según nuestro sexo, que nos diga cómo deben ser nuestros pensamientos, cómo deben ser nuestras vidas, cómo deben ser nuestros cuerpos, qué debemos hacer para recibir aceptación y afecto. Todo eso es lo que se llama violencia simbólica, y está hecha de los prejuicios y los dictados sociales que nos inculcan y con los que nos socializan y nos forman aún antes de que aprendamos a balbucear. Las mujeres deben ser dulces, deben ser delicadas y graciosas, deben ser pacientes y comprensivas, empáticas y amorosas; están hechas para el amor, para la escucha, para el cuidado y para la crianza, su obligación es complacer a los hombres, ser bellas, discretas, delgadas y perfectas. Todo eso se convierte con el tiempo en una exigencia social internalizada que es sin lugar a dudas una forma de violencia.
Es también violencia que el patriarcado establezca las reglas sobre cómo debemos ser tratadas las mujeres en el ámbito social, en el familiar, en nuestros trabajos, frente a las instituciones, en las calles, en nuestras casas, en la intimidad de nuestras relaciones. Porque los códigos de nuestra sociedad establecen que las mujeres valemos menos, que no tenemos tanta relevancia, que el trabajo que desempeñamos en nuestros hogares no tiene ningún valor, que el trabajo que hacemos fuera de casa no merece la misma remuneración que el de los hombres, que no tenemos el mismo derecho que ellos al poder, a la autoridad, a la propiedad, a los bienes materiales, a la ambición, a la realización profesional y a alcanzar la plenitud fuera del ámbito familiar. Este discurso del patriarcado se nos inocula a hombres y mujeres desde la infancia y nadie tiene escapatoria, son las reglas del juego bajo las que opera la sociedad en su totalidad, la forma en que están organizadas las instituciones, los gobiernos, las familias, la vida pública y la privada. Es una forma de la violencia machista que se califica como estructural, porque está implícita en la estructura misma del sistema y es parte fundamental de lo que lo sustenta.
Entender estas múltiples violencias contra nuestro género y hacernos conscientes de ellas, pasa por comprender los modos del patriarcado, su discurso permanente en las voces de nuestros padres, nuestros maestros, nuestras parejas, nuestros compañeros de clase y de trabajo, nuestras autoridades, nuestros dirigentes sociales, todos y cada uno de los medios de comunicación con los que interactuamos a diario. Sus consignas violentas contra la mujer están ahí siempre, cuando somos niñas, cuando somos adolescentes, cuando nos convertimos en mujeres y luego en madres, hasta cuando llegamos a los 40, a los 50, cuando finalmente envejecemos y nos convertimos en adultas mayores, no cesa nunca, la retórica del mandato patriarcal nos persigue hasta la tumba imponiéndonos el paradigma de lo que debemos ser, cómo nos debemos sentir, cómo nos debemos comportar. Al final, el objetivo de todas estas consignas es uno solo, controlar a las mujeres, asegurar su obediencia y garantizar su sometimiento porque es la piedra angular sobre la que descansa esta sociedad.
Es difícil de reconocer, lo sé, porque el entramado que ha tejido el patriarcado es tan fino que llegamos a interpretar sus dictados como algo natural, como parte del deber ser. Pero la realidad es que estos mandatos no son naturales ni neutrales, tienen una clara intencionalidad, la de establecer una relación de poder entre hombres y mujeres que los privilegie a ellos y los coloque siempre al mando. Desde luego se trata de una relación desigual e injusta, que requiere de muchos apoyos y muchas herramientas para poderse perpetrar y continuar. La violencia machista es una de estas herramientas, la más efectiva con la que el patriarcado cuenta, porque como toda violencia, se ejerce a través de la imposición arbitraria y de la fuerza.
Bajo este panorama, el paso de todas estas violencias hacia la más brutal de ellas, es decir la violencia material, es algo que sucede con naturalidad e incluso cabe esperar. La violencia simbólica y la estructural preparan el terreno para que tenga lugar la violencia material contra las mujeres, manifestada por la agresión física, verbal, psicológica, económica, emocional y sexual. En un contexto social en el que se devalúa a la mujer permanentemente, en el que se minimiza y se desprecian sus derechos y su trabajo, en el que se hace de su cuerpo un objeto para la complacencia y el beneplácito masculino, en el que todo lo que se espera de ella es obediencia y sometimiento, se vuelve normal y esperable ejercer sobre ella agresiones de todo tipo, desde la humillación y el desprecio hasta el odio, la violencia física y el feminicidio.
Por eso hablar de violencia machista es hablar de muchas cosas al mismo tiempo, es hablar de todo lo que nos compone como sociedad, como humanidad, de la realidad más íntima de nuestros géneros, de lo que pensamos, lo que sentimos, lo que somos y hacemos frente a los demás. No es algo sencillo, pero es necesario, tenemos que hablar de violencia machista, hablar mucho, hasta el cansancio, reflexionarlo en comunidad, para cambiar el discurso patriarcal, para encontrar nuevas palabras para definirnos, nuevos vocablos, una retórica nueva que nos libere de las etiquetas de los géneros y nos ayude a entendernos, a convivir, a ser más humanos, en un entorno de igualdad, de respeto a nuestros derechos. Porque el discurso del patriarcado que nos inculca la misoginia y el machismo tiene un alto costo social que todos, pero especialmente las mujeres, acabamos pagando.
