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FUENTE: Pixabay

Por TONATIUH ARROYO   

Mayo 15 2018

La luz poco a poco ha dejado de atravesar la cortina traslúcida. El ambiente del cuarto se ha hecho tenue, sordo. Tiberio no se ha quejado durante las dos últimas horas, gracias a la morfina que le administraron para hacerle más llevadera la crisis de asfixia.

 

Ahora estamos aquí, juntos. El día ha transcurrido igual que ayer, que anteayer: la enfermera, Verónica, casi siempre sentada al lado de la cama; Tiberio, con el dolor extremo que se trasmina desde las profundidades del sueño y lo vuelve insoportable.

 

Desde la esquina del futón le miro la nariz puntiaguda y me acerco para recorrerle la barba, el cabello… fijo la mirada en la suya, que está como trabada, y me parece un extraño. En el buró, detrás de las cajas de medicinas, la pequeña veladora hace palpitar la imagen del Santo rostro de Manoppello.

 

Es el tercer día de su agonía. Estoy extenuado. Salgo de la habitación sin decir palabra, mientras Verónica observa el suero que pende como murciélago de esa especie de perchero que tiene que mover de vez en cuando.

 

La opacidad que inunda el cuarto ha empezado a expandirse por el departamento; la luz amarillea la sala, el comedor, los pocos muebles que conforman el único patrimonio de  Tiberio.

 

Salgo a caminar, y afuera las frondas de los olmos y las jacarandas se agitan al filtrarse el viento, y siento que ese rumor se me escurre por el cuerpo como si fuera la ducha nocturna que tampoco me daré hoy.

 

Inicio la marcha pensando en Tiberio, en su miseria, en lo poco que le resta. Me pregunto si estará conforme con lo que sucede, si pensará en el sentido que ha tenido su existencia, la mía o la de Verónica. Quizá ahora se sienta un sabio redentor, poseedor de la respuesta a un gran misterio, y nos desprecie y se dé cuenta de la pequeñez de nuestras ambiciones y el sinsentido de nuestras urgencias.

 

Doblo la esquina, y me sorprenden los chisporroteos luminosos, azulinos y magentas, de una patrulla que ha bajado la velocidad y me escolta unos metros. Me detengo a media calle, cruzo con lentitud, mientras volteo hacia el vehículo. Una vez en la otra acera, recobro la serenidad y sigo mi camino. La bocina chilla y luego enmudece, el auto se aproxima de nuevo y hace alto a mi lado. Casi en seguida, el escándalo luminoso de la sirena se va alejando, y pienso en los minutos que pasaron. El sobresalto me intimida y sólo avanzo dos cuadras más antes del regreso.

 

De vuelta en el departamento, sin ganas, me siento en el sillón en que pasaba las tardes de sábado emborrachándome, hablando con Tiberio de cualquier cosa. Desde donde estoy se percibe el tufo doliente de la habitación, y quisiera no entrar más. Me levanto para buscar algo que beber en el trinchador que hacía de cantina, pero aquí ya no queda nada.

 

Insisto y voy a la cocina, donde cientos de hormigas van y vienen de la pared al fregadero. Al otro lado, en el cuarto, se escucha una serie larga de gemidos, que se mitiga con la nueva dosis de narcótico. 

 

Sin más que hacer, decido entrar en la habitación, y al mirar el rostro sagrado impreso por mí en papel bond, a solicitud de Tiberio, me intriga saber si tendrá la misma cantidad de divinidad que la de las imágenes de vírgenes, santos, beatos y Cristos que los fieles compran en las iglesias, y fuera de ellas, o si es completamente inepta para producir por lo menos un milagro pequeño.

 

De reojo, veo la cara rechoncha de Verónica, rellena de mansedumbre, y me pregunto si ella también estará pensando en las horas que faltan para marcharse y apartarse del hedor de Tiberio.

 

Ahora se pone de pie para ir al baño, y sin su presencia entre nosotros me siento desamparado. Me dirijo al umbral de la puerta para asegurarme de que sigue ahí, de que se quedará a padecer conmigo los gritos y excrecencias de mi moribundo. Han sido varias horas de espera, y no quiero estar solo cuando Tiberio por fin fallezca.

 

En la penumbra del cuarto continúa brillando discreta, recargada sobre un vaso, la impresión del Cristo resucitado, más comba que hace dos días, y pienso que Tiberio merece que se la enmarque, y salgo del cuarto y regreso con el retratero de la mesa del teléfono; le desmonto el respaldo, saco la foto vieja en que Tiberio sonríe al lado del obelisco de Montevideo, y la sustituyo por la faz del Salvador, la que ha elegido él.

 

Hago un reacomodo en el buró para liberarlo de los despojos que la enfermedad ha ido juntando, y ahora el Cristo se impone en la mesa de noche. Espero que Tiberio aún tenga tiempo de verlo.

 

Me alejo unos pasos para apreciar mejor la nueva presentación de la cara del Salvador, y me pregunto si se producirá el prodigio, si la insistencia de Tiberio para tenerla cerca será recompensada. Como si me escuchara, abre los ojos y ladea la cabeza hacia el santo rostro, en el que se detiene unos segundos… hay silencio. Se arquea sobre la cama y arroja lo que aún le queda en las entrañas. El vómito ennegrecido es abundante. La vida se le está saliendo.

 

Verónica se apresura desde la puerta. Los ojos de Tiberio se asoman duros; la respiración se hace más silbante, los gritos torcidos y los movimientos frenéticos desbordan el cuarto espeso, donde se ha tendido el puente que conduce a la profundidad insondable de la muerte.

 

Verónica, le limpia el rostro, con el pañuelo que saca nerviosa de algún resquicio de su bolsa y me dice que el señor ha muerto. Por la ventana se mete un haz luminoso igual al que me asaltó hace un rato al salir del departamento. El instante es divino.

 

Me acerco al difunto, le beso la frente helada y le ruego a la piadosa que le cubra la cara con el mismo trozo de tela, y vuelvo los ojos a la imagen, y me doy cuenta del milagro: mi hermano, Jesús Tiberio Domínguez, ha atravesado el tranco que separa la vida del portentoso renacimiento, a partir del cual empieza una cuenta nueva de segundos extensos.

 

Publicado originalmente en Confabulario,

de El Universal (9 de mayo de 2015)

En Los Calzones de Guadalupe contamos historias para desnudar el alma

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