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Terrorismo corporal

aprendiendo a odiar el cuerpo

 

 

                                                                         

por Martha Campos

Desde que tengo conciencia de mi existencia, odio el cuerpo con el que nací. No diré que lo odié con todas mis fuerzas dede el primer momento, detestar cada parte de él ha sido un aprendizaje lento, he ido poco a poco perfeccionándome en ello, cada día odiándolo con más saña, cada año acumulando más ira. 

 

Si algo he aprendido con el paso del tiempo, es que las formas en que puedo odiar mi cuerpo no tienen límite, siempre habrá algo que no me guste de él, siempre descubriré un nuevo defecto. Sé que me he vuelto una especialista en reconocer los horrores de mi apariencia, como cualquier mujer de mi tiempo, he adquirido una maestría en el arte de despreciarme a mí misma.

Sé también, como saben todas mis conocidas y las mujeres de mi familia, que este cuerpo horrendo con el que ando por la vida no me pertenece, le pertenece al juicio y la aprobación de todos los que lo miran, de quienes lo comparan y lo juzgan. Son ellos quienes tienen el derecho de decidir si es un buen cuerpo, si tiene las medidas correctas, las proporciones adecuadas, si es bello en algún momento o si sus defectos son insoportables y deben avergonzarme. 

Este cuerpo asqueroso que no termina de hacerme sentir ridícula le pertenece también a ese gran ojo universal que es la opinión pública, la que habla a través de la tele, de los aparadores en las tiendas comerciales, de las redes sociales. Ese ojo me está observando las 24 horas del día, nos observa a todos, es el juez supremo, el que nos castiga, el que tiene la última palabra sobre cosas fundamentales como la perfección y la belleza.

Es ese ojo omnipotente el que en realidad habla a través de la boca de mi madre cuando ella me dice que estoy gorda, habla a través de las palabras de mis hermanos cuando me dicen que me ponga a dieta. Ellos no tienen la capacidad de ser malos en realidad, es ese ojo gigante de la opinión pública el que mueve sus bocas, ese ojo perverso que nos castiga a todos por no estar a la altura de sus estándares de apariencia.

Nadie tiene la culpa de este desprecio, es este cuerpo odioso el responsable, son sus defectos múltiples, la forma en que me atormentan frente al espejo y se niegan a amoldarse a las exigencias sociales. 

Mis amigas también odian sus cuerpos, sus madres también les han enseñado que son horribles, que deben avergonzarse de ellos. Todas hacemos comparaciones, competimos sobre nuestros defectos, nos ensañamos con algunos de ellos, nos torturamos, nos hacemos el mayor daño posible para castigar nuestros cuerpos por rebeldes, por no ser como el ojo universal  quiere.

Hacemos toda clase de cosas en nombre de ese ideal imposible que se nos exige. Nos ponemos a dieta, nos matamos de hambre, nos provocamos el vómito, nos drogamos para no sentir ganas de comer, o para olvidarnos de la ansiedad que produce la falta de alimento.

 

También nos cortamos los muslos y los antebrazos a veces, pero eso no es para vernos como el gran ojo quiere, eso es solo para sentir un dolor fuerte de vez en cuando, para castigar a nuestros odiosos cuerpos por ser tan asquerosos e imperfectos. 

A veces sentimos tanta hambre que acabamos sucumbiendo a la tentación de comer, nos damos tremendos atracones, nos empacamos un pollo entero o una caja completa de donas azucaradas. Es entonces cuando más odiamos a nuestros cuerpos, cuando nos sentimos más culpables por ser humanas y tener boca y estómago y lonjas y panza, por tener horrendos muslos llenos de grasa y traseros enormes como tinajas. Nos odiamos, nos detestamos tanto en esas ocasiones que quisiéramos enterrarnos un cuchillo en el corazón, partirnos la cara en dos, tirarnos de un edificio para acabar aplastadas en el piso con nuestros odiosos cuerpos deformes hechos puré.

 

Qué felicidad sentiríamos entonces, mis amigas y yo, de acabar con nuestros horrendos cuerpos así, de una vez por todas, no volver a sentir vergüenza de ellos, no volver a sufrir tanto por sus defectos. El mundo sería un mejor lugar sin nuestros cuerpos exhibiendo su imperfección por ahí, un lugar más acorde con el deseo del ojo siniestro. 

De entre todas las ocupaciones de mi vida, aprender a odiar mi cuerpo ha sido la más constante de ellas, la que me define más. No es casualidad, es una profesión de vida que se nos enseña a las mujeres desde muy corta edad, la practicamos como nuestras madres, a lo largo de todas nuestras etapas. Nos graduamos en la vejez, cuando además de las imperfecciones de siempre nos avergüenza haber vivido la vida y que eso se nos note en la piel. Nada más espantoso que eso, desde la infancia nos preparamos para enfrentar ese duro momento y ocultar su impacto en nuestra apariencia lo mejor que se pueda. Nada más penoso que admitir que ya somos viejas.

Odiar mi propio cuerpo ha sido un camino largo, un sendero tortuoso y solitario que me ha dado el conocimiento más íntimo del terror, esa sensación de miedo y asfixia que te pone contra las cuerdas cuando los otros te juzgan, cuando deciden que no vales nada porque eres gorda, o porque eres fea, o porque no eres rubia, no tienes cintura y tu piel no es como la porcelana.

 

Es un destino de angustia, lo compartimos todas, es nuestra experiencia de vida, sentimos terror desde que nacemos porque la sociedad nos juzga y nuestros cuerpos nos delatan, somos horribles, somos imperfectas, somos muy humanas.

 

 

 

 

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   cuerpo, odio, discriminación, terrorismo corporal

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