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Sus Ojos

                                                                       

por Xóchitl Niezhdánova

Iban en camino al rancho de los Uriarte. Josefina la había invitado a pasar el fin de semana con ella. Los padres estaban de viaje en Europa, y tendrían todo el rancho para disfrutarlo ellas solas.

 

Habían recorrido 50 kilómetros de terraplén en la Mercedes Benz todoterreno, a partir de la carretera interestatal a Guanajuato, para llegar a La Hondonada, la lujosa propiedad de los Uriarte y Landa.

 

El clima no podía ser más ad hoc, recién comenzaba el verano. Entraron en la casona con ventanales de cristal y estilo colonial. Fueron a la habitación de Josefina a desempacar. Se pusieron los bikinis Dolores Cortés —que su amiga había comprado especialmente para la ocasión, y se dieron una zambullida en la alberca que se encontraba en la parte trasera.

 

Sofía pensó que pasarían el fin de semana tomando martinis de sabor y hablando de sus amores frustrados, pero Josefina hizo algunas llamadas telefónicas y en la noche la casona se inundó de desconocidos. “La banda”, según su amiga, no podía faltar cada vez que visitaba el rancho de la familia. De otro modo, los fines de semana en La Hondonada “habrían sido interminables”, a decir de Josefina.

 

A las nueve de la noche empezaron a llegar los primeros invitados. Amistades de años que poseían propiedades similares en la zona y que, al igual que su acaudalada amiga, se encontraban disfrutando de la temporada veraniega. El grupo estaba conformado por toda clase de especímenes de la alta sociedad guanajuatense: pintores, actores medianamente famosos, intelectuales, hedonistas de altos vuelos, músicos, cineastas, gente que Josefina había ido conociendo en sus escapadas a los antros elegantes de la ciudad de Guanajuato.

 

Sofía, acostumbrada a una vida menos glamorosa, empezó a sentirse atrapada en medio de ese zoológico de asiduos al cotilleo y las endorfinas. En ese momento tocaron a la puerta. Parado frente a ella estaba un hombre de 1.75, de buen porte, atractivo y vestido de manera casual:

 

—Disculpe, ¿es esta la residencia de la Señorita Uriarte? —preguntó el hombre con una voz de barítono que endulzó el oído de una Sofía a punto del hastío.

 

Automáticamente, lo miró a los ojos y sintió un ahogo en el pecho al ver su mirada profunda recorrer su pequeña y delgada silueta sin disimulo.

 

—Soy Daniel, el disc jockey, la señorita Uriarte me contrató para esta noche.

 

Sofía, algo atontada, abrió la puerta de par en par, y detrás de Daniel entró un par de ayudantes con la tornamesa, un ecualizador y unas bocinas gigantescas. “Al menos habrá música”, pensó Sofía para sí misma, mientras seguía la hipnótica mirada de aquel personaje que destilaba seguridad en sí mismo y un je ne sais quoi que no pudo descifrar.

 

Josefina salió entre la multitud y se dirigió a él:

 

—Finalmente llegas, pensé que los de la agencia no habían conseguido a nadie. ¿Necesitas algo?

—Yo me encargo de todo —le contestó, al tiempo que le aceptaba la bebida que Josefina le extendí con su habitual coquetería.

 

Poco a poco el volumen de la plática disminuyó para dar paso a la música embriagante que surgía de un extremo de la sala. Sobre una plataforma de concreto construida para el propósito, el dj manejaba con destreza los sofisticados instrumentos electrónicos colocados por sus ayudantes.

 

Los ritmos densos y alucinantes que salían de sus hábiles dedos embriagaban a la concurrencia y la sumían lentamente en una danza letárgica que amansaba sin resistencia la euforia inicial de la reunión. El grupo terminaba sucumbiendo ante la serie de efectos que conformaban el turntablism del ejecutor.

 

Distintos ritmos colorearon la atmósfera, iniciando por un reggae seductor, pasando por la lenta psicodelia de un jazz atormentado, la voluptuosidad de la salsa cubana y una hipnótica música electrónica. La fiesta se tornó en una danza tribal donde cada participante unía sus movimientos al vaivén generalizado, en un frenesí semejante a un ritual de la fertilidad que iba en crescendo a cada nuevo acorde salido del tornamesa de Daniel, convertido ya en el sacerdote auspiciador de la ceremonia. La droga y el alcohol incrementaron la catarsis, y se exacerbó el deseo incitado por un sentimiento compartido de laxitud y liberación.

 

Mientras los invitados buscaban su pareja de manera natural, uniéndose al irresistible baile de la seducción, Sofía observaba desde la barra al dj sumergido en el trance de sus ensalmos tonales que mantenían a los presentes bajo el influjo de sus vibraciones rítmicas, que al chocar contra las paredes de la estancia incrementaban su sonoridad hasta el éxtasis.

 

Cuando ya nadie en el salón era dueño de su voluntad, Sofía volvió a ver la oscura mirada de Daniel. En ese instante, él volteó a verla, sus pupilas sin luz se clavaron en las de ella, y entonces se sintió atravesada por una ráfaga gélida que pareció materializarse hasta invadirle el cuerpo.

 

Sofía estuvo a punto de descifrar lo que sus instintos querían gritarle desde la primera vez que contempló esa mirada sin vida. Pero las palabras escaparon de su mente, y los daiquirís en el fondo de su estómago la sumieron en un sueño imprevisto que la dejó inerme sobre la barra de mármol del salón.

 

A la mañana siguiente, la mayoría de los amigos de Josefina habían abandonado la casa. En el área de la piscina quedaban algunas parejas que yacían dormidas sobre los camastros, en completa desnudez. No había rastros de Josefina por ningún lado.

 

“Lo más seguro es que esté descansando en su habitación… ¡tremenda bacanal!”, pensó Sofía con la cabeza a punto de estallarle por la cruda de la noche anterior. Los aparatos del dj se encontraban aún dispuestos sobre el escenario, al fondo de la sala, pero él no se encontraba entre los trasnochados, lo que era algo muy extraño. ¿Podía ser que su amiga hubiera decidido compartir con el sacerdote tribal sus aposentos?

 

Mientras sacaba de la vitrina del bar una botella de ginebra y hurgaba entre los botaneros de cristal en busca de un limón, Sofía escuchó un estruendo proveniente de la planta alta de la casa. Parecía como si un chifonier de madera se hubiera caído. Quiso subir corriendo, pero la resaca le impedía moverse con prontitud. Un segundo ruido —esta vez de cristales rotos— resonó por las escaleras. Sofía se asomó por el hueco de la espiral que daba a la segunda planta, pero no vio nada. Comenzó a subir apoyándose en el barandal y sujetándose la frente con la mano izquierda. En su mente, entorpecida aún por el alcohol, no acababa de entender lo que sucedía.

 

La casa estaba en silencio absoluto y ninguno de los huéspedes restantes parecía haberse despertado. En ese instante recordó que no había visto a Daniel en ningún rincón de la planta baja. Luego le vino como flashback la negrura atemorizante de la mirada del dj y sintió un sobresalto en las entrañas. Tan rápido como le fue posible terminó de subir, se desplazó entre las distintas habitaciones empujando cada puerta para ver el interior. Cuando llegó a la última pieza de un amplio corredor —al intentar entrar—, se dio cuenta de que la puerta de caoba estaba cerrada con llave.

 

Con el pulso acelerado pegó el oído a la puerta. Solo alcanzó a escuchar un jadeo grave como el de un animal al acecho. Sin pensar, alzó en vilo una mesita de cristal con filos de metal que adornaba el corredor y la estrelló con todas sus fuerzas contra la chapa, con tanta suerte que esta quedó abierta por completo. Ante sus ojos apareció la efigie de Daniel fuera de sí sujetando con el brazo izquierdo el cuerpo casi inerme de Josefina, mientras que con la derecha le clavaba en la yugular la gruesa punta de un pedazo de cristal. Fue solo hasta ese instante que las palabras escondidas en su mente acudieron a su boca en tropel: “Ojos de asesino”. Sofía lo había sabido todo el tiempo. Esos ojos oscuros, con la profundidad del averno, ahora se clavaban en ella con cinismo, esos ojos abismales en los que ahora ella se perdía sin remedio.

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Xóchitl Niezhdánova

Ingeniera de la vida y poetisa de mente, soltera por descuido que no deja de creer en el amor. Viajera en el mundo de los sueños, eterna distraída y pintora.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   relato, asesinato, ojos,  Xóchitl Niezhdánova

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