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Su primer verano

 

 

                                                                         

por Xóchitl Niezhdanova

Tuve maravillosos veranos siendo niña. Y al paso de los años, conforme mis sobrinos llegaron al mundo, las vacaciones a su lado se volvieron mágicas. Sin embargo, de entre tantos momentos inolvidables bajo la calidez de esos días inconfundibles, hubo un verano que recuerdo en especial y que atesoro en mi corazón como un diamante entre hermosas gemas. Es el primer verano que pasé al lado de mi sobrina la más pequeña.  

Indira tenía tan solo dos años, y ésas eran sus primeras vacaciones en la playa. Fue una oportunidad excepcional en la que pudimos viajar con todos los sobrinos. Como la única mujer entre cinco varones, sus primos se dedicaron a cuidarla y divertirla. Lo primero que hicimos la tarde que llegamos al puerto, después de desempacar, fue dirigirnos a la playa. Mi sobrino Ander, cinco años mayor que Indira, tampoco conocía el mar y se mantenía a la expectativa. La tarde era tranquila, y una suave briza nos refrescaba el rostro. En lo alto, el sol comenzaba a descender pero aún nos restaban unas horas antes de que se ocultara tras el horizonte. Indira agitaba sus manitas en el aire para que su madre la depositara en el suelo sin tardanza. Ansiaba sentir la arena y reconocer el lugar ella misma, con la cubetita y la pala que le habían comprado para la expedición. Cuando descendió de los brazos de su madre miró hacia la lejanía. La inmensidad marina la tomó por sorpresa, en su mente infantil no alcanzaba a comprender su eternidad en calma, su profundidad secreta. Sintió temor al principio. La furia veleidosa e inesperada de las olas le dio miedo, Pero todos la alentamos con mimos a probar su tibieza. 

Mi corazón latía entusiasmado al verla sentir su movimiento, ese vaivén que la hizo conocer la sensación de hallarse viva, aunque nuestras manos adultas la afianzaban, y poco a poco se habituó al embrujo del mar en torno de su cuerpo. Después cobró conciencia de la arena, esa maravilla mutante en la que presurosa hundió sus manos, y recogió un puñado que no pudo asir por mucho tiempo, una sensación inefable que la dejó fascinada por completo. Comenzó a llenar cubetas con cristales de arena humedecida, y la compactaba dentro de una cubeta roja que paseó varias veces por entre las sombrillas de los visitantes, poniendo su contenido a resguardo. Así hizo su primer castillo. Jamás imaginamos su deleite. Una amplia sonrisa fulguraba en su rostro. Cuando ella reía, no podíamos evitar sentirnos plenos. A pesar de sus pocos años fue una paciente artesana que con cuidado alzó su primera fortaleza, la cual tenía un foso mediano y un puente levadizo. 

Era un espectáculo verla caminar entre turistas bronceados, con su cubeta roja desbordada de arena, y una pequeña pala. Todos atestiguamos su sorpresa cuando una ola gigante se tragó el palacio, dejando un montículo de granos relucientes y dispersos. De pronto explotó en carcajadas y los demás sentimos su inocente complacencia. Su madre la llevó a limpiar su cuerpo enlodado por las consecuencias del derrumbe, e Indira se entregó al veleidoso movimiento de las aguas en torno suyo. Los demás se le unieron. Sus primos sosteniendo sus pequeños brazos la invitaron a aventurarse a la marea. Yo observaba extasiada a la distancia, no quería que su regocijo terminara. Más tarde retomó la faena, los abuelos trataban de alcanzarla cada vez que pegaba la carrera para lavar sus pies en las olas que morían calladas. Siguió construyendo estructuras surrealistas, como el arquitecto más aventurado. De buena gana habría guardado en su maleta un tanto de ese polvo escurridizo, para construir nuevos inventos de regreso en casa. Después del mediodía, su carita era una luz incandescente con el matiz de una naranja fresca. Todos reíamos de tantas precauciones, tantas cremas y aceites que mi hermana le había embadurnado con previsión excesiva, antes de acabar la tarde. No hay nada que se iguale a la sonrisa de cascada que adorna y embellece el rostro de Indira. 

Yo fui dichosa con su felicidad estrenada, la placidez sin límites que acompañaba sus juegos, sus descubrimientos al acercarse a ese nuevo mundo junto al mar. Con ella no termina el asombro, todo es una sorpresa, un mágico tesoro entre sus manos. Y lo mejor es que ella aún desconoce que la maravilla del mundo nunca acaba. Observamos juntas el ocaso, sentadas en una enorme roca. Le dije que el sol se despedía para dejar que la luna cuidara nuestros sueños, y entonces se sintió segura. No puede evitar que su inocencia hinchara mi pecho de gozo. Es tan fácil ayudarla a descubrir el mundo. Nuestra imaginación se vuelve ilimitada cuando ambas intentamos explicar las cosas. Terminaron las vacaciones en la playa: después de mañanas fabricando edificios, y tardes en la alberca enseñándole, entre todos, a ser una sirena. 

Pienso en otros descansos, en cabañas tranquilas, en recorridos por ciudades antiguas. Pero ninguno tiene el sabor de ese verano radiante, cuando ella con tan pocos años, descubrió la marea. Y se prendó del gozo de un puñado inaprensible de tiempo.  

 

 

 

 

 

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   infancia, familia, historias, verano, Xóchitl Niezhdanova

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