

por La Orgullosa
Yo tenía once años. La vida era simple y maravillosa, y la tristeza y el dolor eran conceptos inexistentes en mi mundo infantil. Estábamos a finales de agosto y las clases estaban por comenzar. Iniciarían el 2 de septiembre, justo el día de mi onomástico número doce.
Esperaba con ansia ese día, no por el pastel ni la fiesta que cada año me hacían mis padres, sino porque volvería a ver a mis amigos de la escuela. En ese entonces, yo era muy popular en el CE, el colegio al que asistía, y tenía muchas amigas y amigos, todos ellos muy queridos.
Habíamos permanecido juntos por cinco años, y en esa ocasión compartiríamos las sorpresas que nos deparaba el sexto año. Entre los compañeros que conformaban mi salón de clases, había un grupo pequeño de cinco niños, quienes eran mis mejores amigos: Camila, Mariana, Paula, Alejandro y Damián —mi pandilla entrañable; inolvidables personajes de mi niñez, cómplices de aventuras que siempre me acompañarán en el recuerdo—. Juntos habíamos pasado grandes momentos, y habíamos afianzado una amistad que duraría para toda la vida.
Se acercaba el gran día. Mis padres me habían comprado una mochila nueva, que casi no pude cargar cuando la llené con las libretas que, amorosamente, me forró mi padre. Él le quitaba el espiral a cada una, forraba las pastas completas y luego volvía a hacer las perforaciones para meter el gusano de nuevo.
Era todo un trabajo artesanal que le llevaba horas. Ese año los cuadernos para el sexto grado debían ir de color verde, con nuestro nombre y letra del grupo, que mi papá confeccionaba sobre una tira plástica en la que iba marcando cada grafía con una curiosa maquinita.
Además de las libretas llevaba un estuche con plumas de diferentes colores, lápiz, sacapuntas y una goma blanca. Estaba orgullosa de mi material de trabajo, faltaban los libros que otorgaba la Secretaría de Educación. Esos nos los daría la maestra en el salón.
Ya quería llenar esas libretas de números, de historias, de dibujos. Sería mi último año en la primaria y después llegaría una etapa en un nuevo edificio del CE: la secundaria. Algo que todos aguardábamos con incertidumbre. Sin duda, el curso de sexto grado sería un año trascendental en la historia de mi formación académica, pero yo quería ir despacio y disfrutar cada día de ese nuevo ciclo escolar.
Esa mañana de septiembre, con el húmedo calorcito de un verano que se resistía a concluir, me levanté a las seis en punto llena de emoción y ansiosa por ver a mis amigos. Me puse el nuevo uniforme, las calcetas recién compradas y me calcé unos hermosos zapatos de charol negro, que me había llevado horas escoger en la zapatería.
Me lavé la cara y me recogí el cabello en una vistosa media cola (era mi peinado favorito). Casi no toqué el desayuno que mi padre había dejado preparado sobre la barra de la cocina. Me urgía llegar al CE.
Una multitud se agolpaba en la entrada del edificio. Los padres daban las últimas instrucciones a sus pequeños, algunos niños corrían de un lado a otro, y algunos más se saludaban después de dos meses de no verse. Yo no veía ninguna cara conocida aún.
Cuando abrieron el portón, una marabunta se introdujo en el patio principal. El micrófono sonó dando las primeras instrucciones, y las nuevas maestras comenzaron a llamar por lista a los que serían sus alumnos. Frente al 6º “A” se paró la profesora Sara, la misma que había sido mi jefa de grupo los dos años anteriores. Me dio un gusto enorme verla de pie frente al salón, con el cabello largo color azabache y su delgada y pequeña figura de 1.55.
Mientras iba leyendo los nombres escritos en una hoja, las caras conocidas de mis compañeros asomaban entre los árboles y los baños cercanos al salón, y otros más llegaban corriendo con enormes maletas a la espalda. Nos juntamos todos en una larga fila. Le di un abrazo cariñoso a mis amigas, que se formaron junto a mí.
Entramos en el salón, contentos de que nuestra querida maestra Sara volviera a estar con nosotros ese año. Ella nos dio a elegir nuestras butacas, y yo —como siempre— escogí la hilera que estaba frente a su escritorio. Cuando pasó lista por segunda vez, me di cuenta de que Damián no se encontraba ahí. Todos comenzamos a voltear, viéndonos con extrañeza y preguntándonos por qué nuestro estaría ausente justo el primer día de clases.
Damián, además de ser uno de mis mejores amigos, era muy querido en el grupo. Su risa fácil y su buen humor a la hora de las bromas hacían de él todo un personaje. Solo yo sabía que era algo tímido. Al principio, cuando llegó al CE, en cuarto de primaria, le había costado trabajo adaptarse.
Yo fui la primera en acercarme a él para ayudarle en sus tareas y ponerlo al corriente de algunos temas que no había visto en su escuela anterior. Desde esa época creció un estrecho vínculo entre ambos. Con el tiempo me enamoré de él, de su ternura, de su gentileza, y en el fondo sabía que él sentía lo mismo por mí; sin embargo, ninguno de los dos se atrevió a ir más allá de la bella amistad que nos unió desde un inicio.
Ese día resultó menos divertido sin su compañía, los siguientes tampoco asistió, y antes de finalizar la semana la maestra nos informó que estaba muy enfermo. Todos pensamos que sería algo pasajero, pero cuando le pregunté me dijo que tenía leucemia. No hay palabras que expliquen lo que sentí al enterarme de la enfermedad de mi amigo.
El piso se disolvió bajo mis pies y yo quedé flotando en un mar de oscuridad y pena. Los meses siguientes fueron muy tristes para la pequeña pandilla. Intentamos visitarlo varias veces, pero la profesora Sara nos decía que no era oportuno.
Parece que la enfermedad llevaba tiempo expandiéndose en el pequeño cuerpo de mi amigo. Poco supimos sobre su condición los meses siguientes. A mediados de otoño, cuando ya había quedado atrás la algarabía del verano, la maestra nos informó que Damián había muerto.
El día de su entierro es uno de los recuerdos más tristes que guardo en la memoria. Fue una tarde casi invernal. El piso del cementerio estaba cubierto de hojarasca y todos, vestidos de negro, manteníamos la vista en la tumba plagada de rosas rojas.
Uno a uno, mis amigos se marcharon de la mano de sus padres. Yo quise quedarme al último. Ya sola, vertí mis lágrimas de dolor pensando en que debajo de tanta flor y tanta tierra apisonada, se encontraba el cuerpo exánime de Damián, con quien nunca volvería a jugar; al que nunca volvería ver reír; al que nunca podría confesarle cuánto lo había amado mi corazón infantil.