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por Eréndira Svetlana

Cierro los ojos, mi cuerpo es otro cuerpo, es la piel de la infancia, ese otro sentido que va más allá de lo que es visible, más allá de lo que se escucha, más allá de las yemas de los dedos.

 

Mi infancia es un universo, un sentido aparte, con él percibo el mundo, distante, intocado, inaccesible, mi infancia son otros ojos, otros sonidos, otros olores, una piel más allá de todos los tactos, un cuerpo iluminado con el que el aire y la brisa se sienten como la única experiencia posible.

 

En ese universo están las sensaciones más profundas, la hierba de los campos frente a mi casa, en el confín del mundo, el color encendido de las pequeñas flores silvestres, los sonidos de los grillos por las noches, de la inmensidad del cielo fundiéndose con el horizonte en un extremo, las tormentas de julio, los vapores veraniegos, las aguas inundando los patios y las calles, los lagos inmensos que se formaban en los campos,  su agua turbia y verdosa, como un caldo primitivo, como en el origen de los tiempos.

 

En ese caldo de cultivo es donde la vida empieza, de ahí fluye, se escapa, termina y vuelve a empezar, en cada recuerdo, en cada verano de la infancia,  en los campos extendidos, con sus caminos de lodo inexplorados, sus colinas, sus pequeñas cuestas, su soledad vespertina, el silencio zumbando en los oídos a lo largo de horas de caminatas.

 

Mi historia comienza en ese universo de campos extensos, de lagunas verdosas donde la vida bulle, reproduciéndose en su entraña turbia, caminábamos entre esos charcos inmensos, inolvidables, entre el lodo de los senderos hechizos, explorábamos cada recoveco de ese vasto universo de la infancia, subíamos hasta la punta de cada colina y cada cuesta, desde ahí nos lanzábamos con un impulso desatado y loco, como son todos los impulsos niños, para sentir el viento y la lluvia sobre la cara, para que sus pequeños cuchillos húmedos se incrustaran en la piel del rostro, en los brazos desnudos, en las piernas con las calcetas dentro de choclos enlodados hasta los tobillos.

 

En ese universo espectral pasaba la vida durante la niñez, simple y llana como la superficie de las aguas quietas de sus charcos, ahí pasábamos eternidades en una orilla, buscando y rebuscando, inspeccionando el horizonte, los rayos brillantes del sol que lo atravesaban como navajas, que formaban diminutos arcoiris en las aguas pardas y podía verse entonces la vida microscópica que hervía en su interior, agitándose como diminutas criaturas multicolores, frenéticas, incansables.

 

Cada tarde de verano de ese tiempo era una nueva expedición, los segundos de esa época de infancia se han vuelto intemporales, puedo sentir cómo aún transcurren, seguimos todos caminando en esas llanuras de hierba baja y charcos gigantes, seguimos recorriendo sus senderos de lodo extendidos hacia el horizonte, el sol todavía rebota en el cielo vespertino como una pelota roja y deslumbrante, los colores nebulosos del ocaso en un extremo de la tarde, la noche tibia acercándose, todo está sobre la superficie de la piel cuando cierro los ojos y viajo hasta ese paraje veraniego incrustado en el recuerdo.

Nadie nunca habló de ese otro sentido, esa otra piel con la que es posible sentir el mundo, sentir la lluvia, el frío, el aire, los rayos del sol chispeando en la atmósfera del recuerdo.

Nadie nunca mencionó esa felicidad del tiempo, esos sentidos poderosos, arraigados fuertemente al cuerpo, inaccesibles para algunos, esos sentidos secretos.

Sentidos Inaccesibles

 

 

                                                                         

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   infancia, recuerdo, sentidos, Eréndira Svetlana

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