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Russell y la libertad de cátedra

 

 

                                                                         

por Tonatiuh Arroyo

 

 

Antes de 1940, la respuesta sexual humana era percibida como una pulsión o instinto inherente a nuestra especie.  El tema, en general, fue materia de análisis para varios estudiosos; las teorías psicoanalíticas de Freud, por ejemplo, sentaron las bases para numerosos especialistas que vislumbraron, durante las primeras décadas del siglo XX, la necesidad de expresar algunas ideas que condujeran a la cimentación de una nueva moral sexual.

 

Dentro del grupo al que nos hemos referido, nos centraremos en la aportación del filósofo inglés Bertrand Russell —galardonado en 1950 con el Premio Nobel de Literatura—, quien en 1929 publicó una obra que poco más de una década después —en 1941— se convertiría en uno de los motivos principales que daría origen a una apasionada polémica suscitada en el City College de Nueva York.

 

El título referido es Vieja y nueva moral sexual, en el que Russell analiza críticamente las instituciones y valores de la sociedad de entonces, como el matrimonio, la prostitución, la naturaleza del amor, el divorcio, así como la educación y moral sexuales.

 

Durante aquellos días, Russell se encontraba en Estados Unidos, país donde ofrecía algunos cursos, hasta que, en 1941, aquel colegio neoyorquino le había otorgado un nombramiento para ocupar las cátedras de matemáticas y lógica, lo que marcaría el inicio de una escandalosa andanada de vituperios en su contra.

 

Todo empezó cuando el obispo William T. Manning, jefe de la Diócesis Protestante Episcopal de Nueva York, encabezó una ruda oposición, a la cual se sumaron elementos de diversas filiaciones y matices, tanto eclesiásticos como profanos. Manning acusó a Bertrand Russell de ser partidario del libertinaje sexual, más concretamente del adulterio, así como de negar la existencia de Dios.

 

La oposición argumentaba que un hombre que sustentara semejantes teorías no podía recibir la custodia de la educación juvenil; sin embargo, no faltó una tropa, también compuesta por profanos y eclesiásticos, que saltó a la arena en defensa del filósofo.

 

Las autoridades del colegio explicaron que el nombramiento era específico y que se refería únicamente a la esfera del análisis científico, sin tener algo que ver con la enseñanza de la ética o la discusión de cuestiones morales. Insistieron en que lo adecuado era juzgar esa medida estrictamente en el terreno de la capacidad profesional de Russell, en las cátedras que se le iban a encomendar, y no en sus opiniones personales sobre filosofía y ética.

 

Influyentes instituciones apoyaron ese criterio: el Gremio Nacional de abogados, el Comité Americano Pro Democracia y Libertad Intelectual, la Unión Americana de Libertades Civiles, la Asociación Filosófica Americana. El estandarte máximo de la defensa era la libertad de cátedra.

 

Entre las madres de familia que engrosaron las filas de la oposición, hubo una que optó por la acción legal directa. Su nombre era Jean Kay, esposa de un dentista de Brooklyn y madre de dos escolares.

 

Como contribuyente —pues el colegio afectado recibía el patrocinio del Estado— pidió formalmente a la Suprema Corte la revocación del mencionado nombramiento, bajo el argumento de que Russell era “un propagandista de la inmoralidad sexual”.

 

De esa manera fue que arrancó el juicio, el cual gozó de un manifiesto interés público. Así, en el curso del mismo se agotaron, de una y otra parte, los adjetivos detonantes. José Goldstein, abogado de Kay, le dedicó a Russell una nutrida letanía de insultos: “lujurioso”, “lascivo”, “libidinoso”, “concupiscente”, “venéreo”, “erotómano” y “afrodisiaco”, entre otros.

 

Al término del proceso, un magistrado de apellido McGeehan dio su fallo: el nombramiento de Russell era invalidado por ser considerado “un insulto a los vecinos de la ciudad”, fundándose en el alegato de inmoralidad personal del profesor inglés. “La libertad de cátedra —afirmaba McGeehan— no debe confundirse con el libertinaje académico”.

 

Con 67 años en aquella época, el viejo Russell se lamentaba por el resultado. El hecho de que el filósofo fuese ateo no necesitaba de muchas pruebas, pues solo bastaba con ojear algunos de los títulos de sus escritos y discursos.

 

Del mismo modo, el hecho de que sustentara una ética sexual completamente lata y que en la misma incluyera la justificación del matrimonio de prueba y el adulterio, tampoco necesitaba de una profusa comprobación ni tampoco que su historia personal fuese, en cierto modo, una práctica apegada a sus teorías (en total se casó cuatro veces, la última cuando tenía 80 años; se divorció las dos primeras a causa del adulterio; en un caso, por responsabilidad de la mujer; en otro, por la suya).

 

Tales antecedentes provocaron que el obispo Manning iniciara su ataque con base en las opiniones del mismo Russell. El magistrado McGeehan, por su parte, iría más allá y sentenciaría al filósofo también, y principalmente, bajo el cargo de carácter inmoral.

 

Lo importante del caso es que la vicisitud que Russell enfrentó en ese momento plantea dos asuntos: el primero tiene que ver con la injusta e intransigente censura de un pensador brillante, cuyas reflexiones sociales y morales incomodaban a ciertos grupos detentadores de los poderes político y religioso; el segundo se centra en la libertad de cátedra y el papel de la personalidad del maestro en la misma.

 

Si el proceso de la educación consistiera simplemente en el traslado de cierto volumen de conocimientos que el maestro posee a la mente del alumno, la personalidad moral del docente quedaría al margen, y poco o nada tendría que tomarse en consideración, pues bastaría con que el profesor tuviera un profundo conocimiento de su asignatura y que empleara un método eficaz para impartirlo a sus estudiantes.

 

No resultaría relevante que el maestro tuviese estas o aquellas opiniones, en cuanto a moral, filosofía, política, sexualidad o religión. Tampoco importaría su conducta privada ni su modo de vivir.

 

La educación, sin embargo, va más allá de eso: es el impacto de una personalidad total sobre otra. No se trata de un pedazo del maestro que influye en un fragmento del alumno. Es todo el maestro, en mente corazón, vida y carácter, el que se pone frente a la totalidad del alumno —sin que importe la asignatura particular de su especialidad—, y el que afecta su carácter, vida, corazón y mente.

 

La libertad de cátedra, entonces, ampara la actitud de un hombre cuya elevación de ideales, carácter y modo de actuar no pueden ser menos que una inspiración o un ejemplo. Y si las cosas son vistas desde ese punto de vista, el fallo en el caso de Bertrand Russell, aunque injusto, no dejaba de tener razón.

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Tonatiuh Arroyo

Dipsomaniaco y nadador intermitente. Utiliza los alias Julio Arroyo y Tony Arce porque la mayoría de la gente no pronuncia bien su nombre. Usa la escritura como medio de supervivencia.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   libertad de cátedra, Bertrand Russell, Tonatiuh Arroyo

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