Recuerdos de papel
por Rebeca Navarro
Tuve un amigo. Fue hace tanto tiempo, que ahora esa edad me parece una vida anterior, una vida vivida en un universo alterno. Mi amigo era bello, era joven como yo, él tenía 15 y yo 16 años, algo así, ya no tengo certeza sobre el tiempo. Se llamaba Franco, tenía los ojos negros y profundos, pero la mirada de niño, el cabello alborotado siempre sobre la frente, las mejillas encendidas como frutas desgranándose.
Mi amigo llevaba siempre un lápiz en la sien izquierda, bajo la oreja, un enorme cuaderno de dibujo sujeto con el antebrazo, con páginas de cartulina cubiertas por delicadas hojas de papel cebolla. Yo nunca había conocido a nadie que dibujara la vida y las cosas simples con la facilidad con que otros a esa edad rebotan una pelota. Franco era así, dibujaba siempre, a todas horas, con toda naturalidad, como si cualquier cosa.
Nos íbamos de pinta los dos, él con su cuaderno gigante de hojas de papel cebolla, yo con un libro viejo que había robado del librero de mi abuelo muchos años atrás. Vagábamos durante horas por los jardines abandonados de nuestra secundaria, haciendo crujir las hojas secas bajo las suelas de nuestros zapatos, buscando entre la maleza pétalos ocres de flores marchitas y ramas pequeñas con formas y alineaciones extrañas. Pasábamos mucho tiempo ahí, sentados sobre la hierba, recargados sobre troncos enormes de cortezas resecas, Franco dibujaba en su cuaderno, yo colocaba los pétalos entre las páginas amarillentas de mi libro viejo. Cuando me aburría, me recargaba sobre su hombro y le pedía que dibujara para mí.
Dibujar es una ciencia extraña desde mi perspectiva, ajena a mi entender, nunca he podido ir más allá de los garabatos de un niño de kinder cuando soy yo la que sostiene el lápiz. Para mí son dioses los que poseen esa habilidad artística, o extraterrestres en el mejor de los casos. Amaba que Franco tuviera esa destreza divina, que fuéramos amigos inseparables y él dibujara para mí cuando se lo pedía. Era como si su mano fuera una extensión de mi mente, de mi imaginación desbordada.
Casi siempre estaba triste en esa otra vida que viví en el universo alterno de la adolescencia, casi siempre me sentía sola y melancólica. Así que le pedía a Franco que dibujara las cosas más extrañas. Todavía lo recuerdo, escenas dantescas, paisajes desolados, horizontes sombríos y deshabitados, o poblados de mujeres fantasmales, mujeres de largos cabellos oscuros y miradas tristes que iban arrastrando por el mundo su melancolía. Franco accedía casi siempre, sin protestar, sin decir mucho. Era ese tipo de muchacho, esa clase de amigo que te ama sin pedir nada, que disfruta de ser testigo mudo de tu tragedia inventada, de tu tristeza hereditaria. Yo imaginaba durante horas personajes extravagantes, describía con precisión cada uno de los detalles de sus rostros, sus gestos, sus atuendos, sus miradas; Franco escuchaba con atención, como si pudiera ver lo que yo le describía, luego lo dibujaba sobre su cuaderno, como si fuésemos una misma persona, mi imaginación conectada a su lápiz a través de mis palabras.
Un día de aquel tiempo, un día especialmente triste de aquél acontecer extraño de mi adolescencia, le pedí a Franco que inventáramos juntos una imagen para que él la dibujara, una imagen que reflejara de manera exacta lo que los dos estábamos sintiendo en ese momento. Cerramos los ojos al mismo tiempo, – a veces creo recordar que Franco podía dibujar con los ojos cerrados cualquier cosa que se le pidiera–, empezamos a decir lo que sentíamos, lo que nos pasaba por la cabeza en ese instante, “tiene que ser una mujer triste”, le dije inmediatamente, “una mujer de cabellos largos y ojos melancólicos”, como casi siempre resultaban ser los personajes de mi imaginación ya entonces un poco oscura y gótica, “debe haber algo amenazante en su horizonte” dijo él. Y así, con los ojos cerrados, sintiendo la brisa de la media mañana sobre nuestros rostros y el silencio ruidoso de la fauna microscópica del paraje boscoso de nuestra secundaria, Franco y yo fuimos creando un universo entero alrededor de ese personaje inicial que en realidad era en el fondo una proyección de mi yo adolescente de esos años.
Todavía tengo en algún cajón polvoso de mi estudio el dibujo que Franco hizo de aquel instante que ahora me parece realmente remoto. Han pasado muchísimos años desde entonces, han pasado también en mi interior muchísimas versiones de mi yo a lo largo de todos estos años. No he vuelto a ver a Franco desde aquellos años mozos de la adolescencia ingenua, no conozco cuál es la versión actual de su yo de cuarenta y tantos años y él desde luego tampoco conoce la mía. Pero recuerdo a Franco como una presencia importante en vida, en esos años locos y confusos donde todo se estaba gestando, todo en mi yo se urdía ya sin que lo supiera.
A veces busco el trozo de papel cartulina con el dibujo que hicieron nuestras imaginaciones fundidas aquel día, lo saco de entre un montón de cosas inútiles o recuerdos que he ido acumulando con los años, le soplo el polvo del tiempo, lo observo durante un instante, cierro los ojos y vuelvo a ese momento. Todavía puedo sentirlo, tal vez porque aún queda en mi interior un poco de esa niña, tal vez a causa de que existe esa huella palpable que es el dibujo.
Efectivamente se trata de una mujer joven de cabellos largos y ojos melancólicos, una mujer como yo me sentía en aquel tiempo, está atada a un molino viejo que yace sobre un altísimo acantilado rocoso y crispado en el que violentas olas de un mar revuelto chocan. A lo lejos, entre las olas de ese mar agitado, puede verse una temible serpiente que se acerca al acantilado. La mujer está de algún modo abatida, lleva las ropas desgarradas, la piel herida, se le ve triste, tal vez perdida.
Es un dibujo hermoso, está hecho a lápiz, ahora el papel se ha vuelto amarillento y quebradizo por el tiempo, por ello la imagen es más melancólica, más bella. Me recuerda a Franco, a nuestra amistad adolescente, limpia, ingenua, todavía intocada por las volcaduras a que nos va a someter la vida. Aunque la imagen es taciturna, a mí me hace torcer los labios en una sonrisa algo ridícula, porque me recuerda esa dicha de la adolescencia, la dicha de la amistad pura, me recuerda que tengo muchas cosas que agradecer en la vida, entre ellas, haber conocido la profundidad de una amistad limpia como la que protagonizamos Franco y yo, hace ya tantísimos años, la única que conocí en la vida.
