Pequeñas muertes
por Eréndira Svetlana
Recuerdo todas las pequeñas muertes de mi vida, sus agonías largas. Recuerdo sobre todo la muerte discreta en mi casa del pozo y el jardín, la casa de la etapa anterior a mi locura, la única que quiero llamar mi casa a partir de ahora. Lo que ahora me duele de estar muriendo, es no estar en aquella otra casa, mi casa, no estar hundiéndome en sus habitaciones mediterráneas, en la humedad entrañable de su atmósfera.
Era inmensa esa otra muerte, esa otra casa, sus oscuridades eran más profundas, insondables, más mías. Por las mañanas su jardín inmenso resplandecía, los colores de los geranios en las macetas ardían en su brillantez púrpura, los árboles se desnudaban con la luz incandescente del medio día, su verdor era total, su verdor hacía llorar, hacía sentir felicidad, su color era de una intensidad que al verle corría por las venas, inundaba la sangre.
Por las tardes la tristeza en esa otra casa era de una densidad absoluta, universal, las paredes dentro de las habitaciones lloraban, se desbarataban, las ventanas temblaban como niñas pequeñas, los techos se deshacían, todo se derrumbaba cada tarde, todo se hacía polvo y escombros indescifrables, como después de la guerra, como si una debacle universal cayera sobre todas las cosas cada día, cada tarde, en la soledad infinita dentro de aquella casa, inabarcable.
Se sentían ganas de llorar, ganas de morir, de volver a empezar, o no, no volver nunca, morir así, morir de llanto crudo e interminable, de lágrimas derramándose por todas partes, por los ojos, desbordadas, sin gestos, sin gemidos, sin dolor y sin rictus, solo lágrimas interminables de un llanto intemporal, un llanto inexistente, que no sucedía para los demás, para el resto del mundo, un llanto íntimo y único, reservado al silencio, al olvido.
En aquella casa, como en ésta, pero de otra forma, lloraba cada tarde sin llorar, sin emitir sonido alguno, ninguna palabra, viendo a través de la ventana de la estancia el estallido del ocaso, su reflejo trémulo sobre el jardín crecido, las flores blancas del cerezo y el chillido agudo de los cuervos, mis únicos acompañantes, mis únicos conocidos. Cada tarde se posaban sobre el césped con su violencia inolvidable, chillaban, los ojos fijos, mordaces, de una crueldad inimaginable, hacían suyo el espacio, los verdes desmoronándose, el azul del cielo, el pequeño pedazo de cielo sobre la inmensidad de ese jardín, de esa casa entrañable.
No volveré a tener una casa como ésa, no volveré a ver esos cuervos reclamando el paisaje, no voy a llorar nunca de esa forma tan muda, tan inhumana, tan dolorosamente bella. Mis lágrimas van a tener otros cauces y otros tonos transparentes, otros vacíos con sus lamentos, pero nunca van a volver a ser como ésas, con esa poesía inaudita. Lo único que duele ahora es eso, no poder morir en esa casa.
En esta nueva historia no puedo hablar de las habitaciones, no puedo hablar del aire, de su transparencia asfixiante, no puedo hablar de las hojas de los árboles, de los colores desquiciantes de las flores.
Esta nueva muerte es dolorosa y simple, es una muerte náufraga, callada, sin adjetivos deslumbrantes. Es solo muerte, gris y definitiva.