Nostalgias
por Mariana Tristán
Mis hijos y yo somos una misma unidad durante sus infancias. Un mismo cuerpo con miembros múltiples que se desplaza en tres dimensiones. Las de ellos son ágiles, infantiles, vivaces y cambiantes; la mía es pausada y ensimismada. Una misma entidad tridimensional que se mueve a dos ritmos irreconciliables, como un corazón atípico, fibrilante y asincrónico, a veces taquicárdico y a veces claudicante.
Estamos en el supermercado y caminan delante de mí, iluminando con su andar impredecible e inquieto la ruta inesperada de sus preferencias. Jalan sin orden de uno a otro lado el carrito de las compras, tratando de evitarme al máximo cualquier esfuerzo, cualquier inconveniente. De vez en cuando se acercan a mi mejilla para darme un beso ensalivado y apretado buscando agradecer esa invaluable ocasión de liberar los sueños y los deseos infantiles que sólo ellos saben sentir cuando recorren los pasillos de los supermercados.
Cuando los observo me inunda una dicha sorpresiva, quisiera que los días tuvieran todos este tono festivo, el de tenerlos junto mí, saltando de un estante a otro, metiendo sueños al carrito y sumando quimeras a los años por venir. Sus risas y sus arrebatos en cíclicas intermitencias, llenando el páramo de sus infancias de la materia sólida de la alegría. Quisiera detener en mi memoria para siempre este momento, para alimentarme de él cuando el tiempo de tenerlos para mí se acabe. Este tiempo, la edad de ser nosotros, los tres, uno mismo. Sus manos, sus sonrisas, su brillo, sus cuerpos alargando el mío, estirando con sus sueños los míos, mi momento, la caducidad de mi juventud, mi tiempo.
Van corriendo, gritan su alegría, se esconden de la vida que los reclama, de esta premura sórdida y sin sentido que nos devora a todos. Con su inquietud y su curiosidad recorren el mundo, este mundo, a una velocidad inusitada que ahora ya no soy capaz de seguir. Yo los dejo, los dejo ir, escapar de los años que los quieren alcanzar, de las melancolías, del dolor que se apresura inclemente a lanzar sus zarpazos despiadados.
-¡Mamá, cómprame estas semillas, por favor, por favor!- me dice el mayor, suplicando de antemano una concesión que cree dudosa. Sostiene en su mano un sobre de semillas para sembrar “pensamientos”, sobre la cubierta del sobre se ve una imagen de las flores en colores azules y violáceos.
–¡Mira, así crecen!- Revisa el sobre por todos lados y lo agita tratando de imaginar la forma de las semillas que contiene. Mi hijo menor también lo observa, con una mezcla de intriga y entusiasmo en la expresión siempre inquieta y sonriente de su rostro. Ambos parecen sorprendidos con la novedad de encontrar un sobre que contiene la magia de la vida.
-¿Y de verdad con esto pueden nacer flores?- pregunta el pequeño, incrédulo, arrebatando el sobre a su hermano.
–Sí- respondo, -con eso pueden nacer flores. Las metes en la tierra y les das de beber agua todos los días. Después de un tiempo nacen flores de colores como el cielo de la tarde.
-¡Cómpralas mamá, cómpralas, por favor!- suplica el mayor, -¡Yo quiero flores del color de la tarde!- dice el más pequeño. En sus ojos chispeantes brilla con intensidad la llama de la expectativa, una luz deslumbrante que ilumina desde su interior el mundo y lo llena de porvenires. Su calor llega de pronto hasta el centro de esta oquedad que me habita, por un instante eterno ese fulgor en los ojos y el rostro de mis hijos también me alumbra. Cuando lo siento trato de atraparlo, de conservarlo en mi interior para asirme de él en adelante.
–Está bien, llévenlas- digo, sintiendo al pronunciar estas palabras una pequeña dicha que va allanando serenamente la espesa densidad de mi melancolía. Ellos gritan finalmente un “si” ruidoso y desaforado al tiempo que hacen una danza alegórica, extraña y rítmica, a manera de ritual de triunfo. Ambos sujetan entre sus manos aún el sobre y lo miran con afán, como si quisieran absorber su enigma a través de los ojos y la piel.
–Las voy a sembrar hoy mismo mamá- me dice el mayor, conteniendo el entusiasmo. Después se queda pensativo, mirando nuevamente el sobre con detenimiento, como imaginando las flores hechas verdad, su crecer, su nacimiento. Al fin dice como hablándose a sí mismo –Espero ser un buen padre de plantas-.
Sus palabras son sencillas, y la pequeña sabiduría que encierran entra en mi conciencia con su sutileza y su precisión horadando lentamente su reacio espesor. “Espero ser un buen padre de plantas”. Atesoro en mi mente estas palabras, el rostro todavía infantil de mi hijo al pronunciarlas, su inocencia y su sabiduría, el instante de cristal en que las dice y toda la energía que lo rodea.
Quiero guardarlo en mi mente así, a esta edad, diciendo estas palabras que me conmueven hasta lo indecible. Un niño pequeño aún, asumiendo sobre sus hombros la responsabilidad de cuidar la vida, la profundidad de esa primera determinación que súbitamente lo empieza a hacer un ser independiente, una mente por sí misma, ajena a mí, a mi parecer y mis indicaciones. De pronto siento en este ente, en nuestro “somos” una sutil grieta que se empieza a abrir tenuemente. La atesoro, como su imagen, con cuidado, con miedo, también con ternura. Después los dos corren por el pasillo, llevando el mayor el sobre sujeto con la mano contra el pecho. Ríen, gritan su triunfo, sus ímpetus, ahuyentan con sus risas el miedo, las dudas, los fantasmas del tiempo.
Desde aquí los veo correr impetuosos, libres, ligeros, ocurrentes, la despreocupada imaginación prendiendo la vida al vuelo. Los guardo en mi mente así. Por un instante los imagino por siempre así, huyendo escurridizos de los brazos de lodo del mundo, de los días pantanosos en que la vida se va convirtiendo, de esa oquedad que tarde o temprano nos va devorando a todos. Huyendo también de mí, de la madre, de todo lo que aunque no quiera represento, de este vacío de insatisfacciones y desesperanzas en el que me voy convirtiendo.
