
Mujeres que fuman
por Mariana Tristán
Mi prima Alondra fumaba. Era una mujer menuda, con una cabellera salvaje y unos ojos melancólicos y profundos. Había algo de elegancia en esa pose que adoptaba cuando fumaba, algo de misterio, también un halo de historia trágica. Eran los años 80, "Every breath you take" sonaba en la radio de su recámara noche y día, yo era una niña medio atrabancada y mi prima una joven atormentada que llenaba de humo cada habitación de la casa donde se plantaba con su cigarrillo Marlboro entre los dedos delgados y temblorosos.
Yo quería ser como ella, cuando sea grande voy a fumar como Alondra, me decía. Me gustaba esa imagen, la imagen de mi prima, una mujer rebelde y melancólica que se quedaba mirando al infinito por la ventana durante horas mientras exhalaba largas bocanadas de humo a través de sus labios rojos.
Debe ser por esa imagen de Alondra y su cigarro que siento una extraña fascinación por las mujeres que fuman. Todas las que he conocido tienen algo en común con ella, son rebeldes y transgresoras, de pronto un poco melancólicas, con un vacío escondido en el corazón que tratan de curar inútilmente llenándose de humo el pecho.
Creo que en el fondo, la mayoría de las mujeres que fuman son ansiosas, tienen una cierta desesperación por la vida, están frustradas de alguna forma, como si quisieran obtener más del momento, exprimir cada segundo que pasa, inhalarlo con fervor para sacarle más jugo.
Una mujer que fuma es además una mujer atrevida, con un rasgo preponderante de agresividad en el carácter, y de hecho, muchas veces fumar para este tipo de mujeres es una especie de protesta, un reclamo inespecífico al mundo, porque a pesar de que la cantidad de mujeres que fuman es cada día más grande y más alarmante, una mujer que fuma sigue siendo mal vista socialmente, y hacerlo, por lo tanto, es un acto de rebeldía inconsciente frente a esos prejuicios caducos.
Fumar para las mujeres es mucho más que un vicio, aunque tiene en ellas las mismas connotaciones nocivas que en los hombres. Pero el cigarro para las mujeres representa psicológicamente muchas otras cosas más complejas que una adicción patológica. Las mujeres tenemos mentes complicadas, y cuando una mujer fuma ese acto se convierte inevitablemente en una más de las complejidades de su personalidad. Por la boca y las fosas nasales salen convertidas en humo denso la desesperación, el recuento de la frustración, a veces el miedo a la soledad, el abandono y la desolación.
El hábito de fumar se ha vuelto en este siglo de corrección política y bullying virtual un vicio repudiado y vilipendiado como pocos. Pero la realidad nos desborda y nos pone en nuestro lugar, vivimos un mundo violento y competitivo en donde la ansiedad crece, la soledad martiriza y la indiferencia nos aísla. En un panorama como éste es comprensible que cada día haya más mujeres que fumen, más mujeres frustradas por el desencuentro que se ahoguen en soledad en sus océanos de ansiedad.
Con todo, las mujeres que fuman me siguen pareciendo atractivas e intrigantes, tan distantes, tan melancólicas, tan trágicas y misteriosas, consumiendo sus cigarrillos con devoción, inhalando con ansiedad cada segundo de vida, exhalando con desesperación el humo denso de su frustración, rebelándose contra los cánones de este mundo absurdo y vacío, como mi prima Alondra en su juventud.
