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Mujeres de

40 

por Mariana Tristán

 

"Tengo cuarenta, soy poderosa, soy independiente, soy hermosa y lo demás me vale m..."

Este es mi mantra. Me lo repito frente al espejo a diario. En realidad, se convirtió en mi mantra desde hace algunos años (pero no se lo cuenten a nadie). Un buen día te llegan los cuarenta, así, de sopetón, y entonces te volteas para todos lados como si te acabarán de bolsear y dices: A ver ¿qué pasó?, ¿quién fue?, ¿esto a qué horas sucedió?, si yo apenas tenía veinte.

Llegar a los cuarenta de pronto, sin que nadie te avise, está para ponerse a llorar, sobre todo si no te has casado y ya se te cuecen las habas, o si ya te casaste, ya tuviste hijos y nunca tuviste tiempo para cumplir tus sueños, o si nunca has trabajado y te sientes un gusano, o si te la pasaste trabajando veinte años y ya estás hasta el copete de jefes, chamba y compañeros de trabajo. En fin, el punto es que tener cuarenta apesta...pero solo por un tiempo, recién los cumples, después todo vuelve a su lugar y la cosa se compone. Porque tener cuarenta tiene sus muchas ventajas, especialmente cuando eres mujer.

Hombres y mujeres entran en crisis cuando llegan a los cuarenta, o sea, cuando les llega el agua a los aparejos, como diría mi abuelita. La diferencia es que a los hombres les da la pataleta, se ponen locos, se compran carros deportivos, se pintan el pelo que les queda, les da por hacer ejercicio por primera vez en la vida, y claro, se buscan una vieja nueva, literalmente nueva, recién sacadita de la ignorancia, de veintitantos años si es posible.

Para las mujeres es diferente, las mujeres se desubican un tiempo, pero después de un ratito les cae el veinte. Igual no nos gusta que nadie mencione que ya tenemos cuarenta, pero muy pronto nos damos cuenta que eso tiene sus ventajas. Ser una mujer y tener cuarenta está de lujo por muchas razones, principalmente porque a los cuarenta es segurísimo que ya se nos quitó lo pen..., bueno, ustedes me entienden.

Una mujer a los cuarenta ya se las sabe de todas, todas, especialmente porque a los cuarenta ya se la llevaron al baile varias veces, o como diría mi tía favorita, ya se la llevaron de paseo los domingos (o sea que le han visto la cara en más de una ocasión). Una mujer a los cuarenta ya no tiene miedo, ya sabe de qué se trata la película, sabe ir al cine solita y comprarse sus palomitas. Sabe que eso del amor generalmente es un cuento con final infeliz, porque el príncipe azul en el fondo tiene calzones con rayita café en medio, y regularmente es ella la que acabará lavándolos; sabe que para tener una familia feliz y una casa bonita hay que levantarse durante unos veinte años a las 5 de la mañana  a chambearle, sabe que no hay hombres ideales, ni mujeres que se sientan satisfechas, no hay matrimonios perfectos ni historias de pareja que no tengan de por medio una buena dosis de lágrimas.

En resumidas cuentas, una mujer a los cuarenta ya le conoce todos los colores al plumaje del perico. Pero sobre todo, una mujer a los cuarenta sabe perfectamente que está sola en el mundo, que nadie le va a cumplir sus sueños si no se los cumple ella misma, y sabe también que eso está genial en realidad, porque ya no tiene que esperar a Santaclaus ni a los Reyes Magos ni al Hada Madrina, ella se puede cumplir todos sus antojos cuando lo decida, aunque a veces eso se sienta un poco vacío y un poco triste, un poco sin magia, aunque se sienta de vez en cuando un poco nostálgica por esa otra mujer ingenua y crédula, la que soñaba con los príncipes y  el amor, la veinteañera.

Puedes saber que una mujer ya cruzó la frontera de los cuarenta por eso, porque en su mirada está esa certeza, la certeza de que está sola y no tiene miedo, está segura de sí misma porque ya sabe de qué va esta historia, y está dispuesta a todo para conseguir lo que quiere, para sacarle jugo a la vida por más reseca que se ponga. Es decir, una mujer a los cuarenta ya se volvió invariablemente una perra.

 

De hecho, esta reflexión tendría que haber comenzado por ahí. Pero no me lo tomen a mal. Déjenme explicarles. Cuando yo era niña tenía una tía maravillosa, era mi tía favorita, qué digo mi tía favorita, era mi persona favorita en el mundo. Yo tenía como diez años y ella más de cuarenta. Me fascinaba porque era espectacular, diferente a todas las mujeres adultas que yo conocía. Era muy hermosa en primer lugar, vestía siempre con mucha elegancia, vestidos de cocktail, trajes sastre, faldas largas y seductoras, zapatillas de tacón de aguja o largas botas negras hasta media pierna. Viajaba por todo el mundo, desaparecía durante semanas y regresaba un día con recuerditos y chocolates, llaveros de otros países o tarjetas postales con paisajes de ensueño.

 

Según yo, mi tía nunca se había casado, tenía algún puesto importante en la Secretaría de Turismo, trabajaba mucho para darse lujos y cumplirse ciertos caprichos, vivía sola en un pequeño departamento ubicado en una colonia adinerada. Eran los años ochenta, no había muchas mujeres así, mujeres que vivieran solas, que se mantuvieran a sí mismas, que no tuvieran un hombre que viera por ellas. Mi tía hacia todo eso con mucha elegancia. No era como mis maestras de la escuela, gritonas, aseñoradas y amargadas. No era como mi madre en ese tiempo, siempre sufrida y despeinada, pegada a una estufa y a un sartén de teflón, que en ese entonces estaban muy de moda. No era como mis otras tías y conocidas, vecinas, mamas de mis amigas. Mi tía era única y especial, era una mujer completa, esplendorosa y segura de sí misma.

Por si fuera poco, tenía un Mustang, un auto que entre otras cosas solo se atrevían a tener los hombres en esos años. Era un auto de película, azul oscuro con asientos de piel de un beige impecable. Me llevaba a pasear en ese auto, dábamos la vuelta al parque y comprábamos un helado. Yo me sentía reina entre los plebeyos, lamiendo con entusiasmo de mi cono, al lado de mi tía en el asiento del copiloto. Luego pasábamos la tarde juntas viendo series de televisión gringas en su pequeño departamento de lujo: "Mi bella Genio", "Los Ángeles de Charlie", "La Mujer Maravilla". Yo imaginaba que mi tía era una de ellas, la genio que se había escapado de una botella, o la cuarta compañera de ese trío de mujeres poderosas lideradas por el misterioso Charlie.

Desde luego yo quería ser como mi tía cuando creciera, quería tener todos sus superpoderes, ser elegante y bella, ser independiente y vivir sola, hacer todo lo que yo quisiera y no rendirle cuentas a nadie. Mi tía no tenía ningún hombre en su vida. Bueno si tenía, novios múltiples que iban y venían, altos y guapos, o a veces no tan guapos pero muy simpáticos, trajeados y perfumados, o bohemios e informales, platicadores en ocasiones, otros muy callados y con aire de circunstancia, viejos y jóvenes, rubios o morenos y galantes (¿porque será que los morenos son siempre muy pulcros y elegantes?), hombres que conocía en el trabajo o en sus muchos viajes. Desfilaban con flores y chocolates por su departamento de soltera, a veces durante menos de un mes, otras veces por un tiempo prolongado; todos desaparecían invariablemente en algún momento, y no se les volvía a ver.

Cada vez que terminaba con uno de sus novios, la mirada de mi tía adquiría un aire un poco nostálgico y distante, como si muy en el fondo de su conciencia extrañara algo de vital importancia. Esa mirada extraña le duraba solo un par de días, y después de eso otra vez viajes, otra vez llaveros y tarjetas postales de los rincones más remotos y extraños del mundo, otra vez paseos en el Mustang y helados de chicle (que eran mi pasión de entonces) para dar la vuelta al parque.

 

-Tía, quiero ser como tú cuando sea grande-

 

Mi tía se reía a carcajadas cuando le decía esto, me daba besos en la frente. Yo trataba de lamer rápido el cono escurrido de mi helado derritiéndose por todas partes.

 

-No te conviene ser como yo, preciosa. La soledad no es buena compañera, es mejor ser como tu madre, una mujer como dios manda.-

 

Eso me respondía mi tía, pasándome un pañuelo desechable de su bolso colorido y elegante.

Y yo ya entonces pensaba "¡Qué horror!, ¿Cómo se le ocurre a mi tía?, yo no quiero nunca ser como mi madre".

 

-Pero yo quiero ser como tú tía, quiero tener cuarenta años para poder vivir sola en un departamento con tele y alfombra. No voy a casarme, yo quiero tener muchos novios como tú y un Mustang azul para dar la vuelta al parque.

 

Esto sí que le hacía mucha gracia a mi tía, cuando se lo decía se reía tanto que cerraba los ojos de la risa y se le escapaban dos lagrimitas.

 

-Para eso no necesitas tener 40 años mi vida-, me respondía mi tía recomponiéndose del ataque de risa,

-Para ser así lo único que necesitas es aprender a ser muy canija, preciosa, ser lo que se dice una “perra”-

La cara que ponía mi tía al decir estas palabras era muy chistosa, entrecerraba los ojos, apretaba los dientes, respingaba la nariz; como si quisiera parecer muy feroz, igualita a la Cholis, su perrita chiguagüeña, que erizaba el lomo y enseñaba los colmillos cada vez que un nuevo novio de mi tía se aparecía en el departamento.

-Cuando seas grande recuerda esto princesa: en la vida tienes que aprender a ser muy brava, convertirte en una perra, porque si no te aplastan.-

Claro, esto último yo definitivamente no lo entendía, pensaba que al crecer tendría que poner la mismita cara de la Cholis cuando tuviera novios o saliera al trabajo, y eso me daba mucha risa. Qué les digo. Tenía diez años.

Pero un día tienes 40, y entonces te cae el veinte, porque no es que lo hayas aprendido en un diplomado con certificado por el Instituto Universal de Perras Amargadas, es que de plano y sin que te hayas dado cuenta, la vida ya te convirtió en una perra de a de veras, las idas y las vueltas del amor, las subidas y las bajadas del desamor, el engaño, el infortunio, el sexo desbocado, el sexo nostálgico, el sexo sin sexo, el sexo sin amor, la alta traición. Un día te levantas de la cama y estás doctorada en Perrés a Toda Prueba, sin derecho de réplica, sin opción de devolución del título. Ese es el día en que cumples 40.

No voy a mentirles, mi tía no tuvo una vida feliz, no fue el ejemplo vivo y palpitante de que una mujer independiente y autosuficiente en lo económico y lo emocional es infinitamente más dichosa que la clásica mujer sometida y abnegada que ya no soportamos ver ni en pintura. No. Murió sola, y un poco decepcionada de la vida, como cualquiera, aunque nosotros, su familia, tratamos siempre de acompañarla. Fumaba mucho para lidiar con la soledad y rellenar de humo el hueco en el corazón que va abriendo irremediablemente la insatisfacción. Le dio cáncer de mama en un tiempo en que eso aún era una catástrofe para el alma y nadie se ponía moñitos rosas en la solapa durante las campañas para apoyar esa causa.

 

Pero lo que sí he de decir, es que mi tía murió muy convencida de que ser una perra y hacer tu regalada gana es muchísimo mejor que una vida entera de comodidades estériles, sometimientos incuestionables e infinitas lágrimas. No sé a qué edad descubrió estas verdades elementales de la vida. Cuando me transmitía esta sabiduría prodigiosa que yo entendería muchos años más tarde (demasiados), ella tenía más de cuarenta y ya había dominado el arte de ser ella misma, una mujer deslumbrante y esplendorosa, dueña de su vida y del escenario donde se plantaba, auténtica e indomable hasta la desesperación de todos los hombres a los que no complació.

Habrá quien descalifique a las mujeres después de los 40, quien las considere viejas, quien piense que sólo se puede ser magnífica a los 20, antes de los matrimonios y los hijos, antes de las desilusiones y los desencuentros, antes de los trabajos exhaustivos y los despidos, de los desengaños y los reencuentros furtivos, los gritos y los sombrerazos, de las relaciones tóxicas y los horrendos divorcios destructivos.

Pero en realidad no es así. A los 20 una mujer puede ser joven y bella, incluso magnífica, pero sólo a los 40 es posible ser esplendorosa, porque para que la piel proyecte su esplendor debe primero ser pulida, debe ser sometida a todas las pruebas hasta que encuentre su verdadero color, y ese proceso a veces conlleva la destrucción. Sólo después de que esa bola de nieve arrasadora que son los años se te ha venido encima, puedes salir de los escombros y ser tú misma, ser una auténtica perra.

Por eso me pongo mi mejor vestido, mis zapatos elegantes, el perfume suave que no esconda mi verdadera esencia. A esta edad finalmente lo entiendo todo y puedo ser yo misma, sin prejuicios ni vergüenzas absurdas, sin angustias por complacer a los demás y tratar de ser perfecta. Soy solamente yo, así de simple, frente al espejo, suficiente para el día de hoy, porque estoy convencida de que:

"Tengo cuarenta, soy poderosa, soy independiente, soy hermosa y lo demás me vale m..."

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Mariana Tristán

Melancólica apasionada, publicista y lectora voraz, intenta sobrevivir en un mundo donde el sexo y la menopausia no son compatibles. Ávida de experiencias excitantes y cercanas con su mercado meta

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   música, neurofisiología, neurotransmisores, memoria, emociones, Aitana Lago

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