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Morir de amor

por Mariana Tristán

 

Tengo grabada en la memoria esa inolvidable escena de la película Relaciones Peligrosas (Dangerous Liaisons,  Stephen Frears 1988) en la que Madame de Tourvel (magistralmente interpretada por Michelle Pfeiffer), una encantadora dama casada perteneciente a la nobleza de la Francia del siglo XVIII, yace en su lecho de muerte, desfalleciente y prácticamente cadavérica, con la mirada perdida de los que se saben en el umbral del purgatorio, esa peculiar mirada de aquellos que no han muerto aún, pero cuyo espíritu ya ha emprendido el camino hacia una dimensión que es completamente ajena a la vida, una inmensidad parecida a la oscuridad absoluta de un negro pozo de soledad en el que desean perderse.

 

Postrada ahí, bajo esas circunstancias de muerte inminente y extravío del espíritu – a las que ella misma se ha sometido por voluntad propia y con plena conciencia del hecho – la hermosa Madame de Tourvel recibe al oído el mensaje que su amado ha pedido le sea entregado, él mismo también en el último momento de su vida.

 

Madame de Tourvel está literalmente muriendo de amor en esta escena, porque su amado, el hombre al que se ha entregado con la pasión enardecida con que solo una mujer poseedora de una rectitud de espíritu como la de ella puede hacerlo, le ha confesado en el momento más álgido de su relación, que en realidad no le ama, y esta confesión, como una certera puñalada en el frágil corazón de Madame de Tourvel, le ha herido de muerte desde el primer instante, una muerte a la que ella se abandona, sin fuerzas si quiera para ejecutar un suicidio activo, solo un abandono total de sí misma, un lento y trágico despojarse de la vida propia hundiéndose en un lecho de desahucio, con esa peculiar mirada perdida, quizá en el recuerdo del rostro de su amado, quizá en el último beso apasionado, sin fuerzas para continuar, para disentir, para reclamar o resentir, vengar su deshonra, gritar o dar muestra alguna de batalla. Nada, solo un pausado y desesperante dejarse morir sin ofrecer resistencia alguna a la enfermedad que la carcome: el desamor, que como un auténtico espectro maligno la invade y la devora. Un auténtico morir de amor.   

 

El hombre en cuestión es  el Vizconde de Valmont (John Malkovich), acaudalado y seductor personaje, perteneciente también a la petulante nobleza de la Francia prerrevolucionaria, conocido por su libertinaje, falta de moral y absoluto cinismo. Valmont ha conquistado a Madame de Tourvel como parte de una apuesta con la maliciosa Marquesa de Merteuil (Glenn Close).

 

Madame de Tourvel, casada y reconocida entre la nobleza por la rectitud incorruptible de su moral católica, ha cedido después de muchos esfuerzos de seducción por parte del Vizconde, a los encantos y galanteos de éste, se ha enamorado irremediablemente de él y se ha entregado sin reserva alguna al arrebato de amarlo con una pasión digna de convertirse en leyenda. El resto, es historia.

 

Debo decir que he visto muchísimas veces la película, debo decir también que en todas y cada una he llorado sin parar con esta escena, porque es una escena magistral, porque Michelle Pfeiffer está estupenda, por que Malcovich está genial, porque el director es un ícono cinematográfico por el solo hecho de haber logrado esta escena legendaria que hizo historia en el cine, en Hollywood, en el imaginario colectivo, pero sobre todo porque esta escena dejó una huella indeleble en mi corazón juvenil, con la que tal vez inició mi crecimiento sentimental.

 

La primera vez que vi esta película, cuando se estrenó en México – tendría tal vez 18 o 19 años –, la vió mi corazón joven casi veinteañero y aún sin entender muy bien qué es morir de amor, lloré como poseída la destrucción interior de Madame de Tourverl. Morimos juntas ella y yo, su desolación fue la mía, como si anunciara un destino posterior, un deja vu, un acontecer que no ha sido, pero que de alguna manera ya se conoce, ya se insinúa en tu porvenir.

 

La vi después pasados los 20, a los 30, a los 40, lloré siempre, lloré invariablemente, pero en cada ocasión se me revelaba una Madame de Tourvel nueva, una versión cada vez más completa, una visión más detallada de su muerte, un morir más comprensible a la sensibilidad real, al sentir auténtico, la muerte por amor.

 

Se deben cruzar  muchos umbrales para entender la muerte por amor, se deben atravesar muchos desiertos, llegar al fondo de muchos pozos negros, estar extraviado en medio de muchos silencios, se deben vivir muchas muertes grandes y pequeñas para entender esta magistral escena de Dangerous Liaisons, para captar la muerte de Madame de Tourvel en todo su esplendor, en toda su magnificencia, en su toda su densidad mortal y su profundidad trágica y simple, en todo su morir de amor.

 

Ahora me río de esa adolescente que lloró aquella ocasión viendo por primera vez esa escena, ahora me río de todas esas otras que fui y que tuvieron una versión cada vez distinta de Madame de Tourvel.  Es hasta ahora  que realmente entiendo su sentir, la dimensión de su dolor.

 

Morir de amor es morir así, como Madame de Tourvel en esa escena, morir de amor es haberse perdido en una oscuridad sin nombre antes de perder la vida, morir de amor es extraviarse para siempre, extraviarse a uno mismo, emigrar a una dimensión distinta, donde no existe la vida, donde no es posible la existencia, donde reina el sinsentido, el silencio, un dolor que de tan hondo no encuentra nombre ni consistencia, un sentir extremo que deja insensible al cuerpo, que lo deja también sordo y ciego, mudo, sin sentidos, sin conciencia, sin dirección alguna.

 

Morir de amor es saber que se ha apostado todo y todo se ha perdido, que eso mismo ha perdido importancia, que no había nada que ganar, que no hay perdedores tampoco, ni fortunas, nada ha existido fuera de una intensidad que ha llenado el cuerpo como una ráfaga incendiaria y lo ha carbonizado en el momento en que lo ha abandonado.

 

Morir de amor es la muerte más dolorosa, la más cruel, en la que más se sangra. Morir de amor es también la muerte más hermosa.  Al final, cuando el cuerpo ya no responde porque está desfalleciente, porque te has abandonado a ti mismo en el conocimiento de que nada vale si tu amor no te corresponde, un pequeña mueca mueve tus labios a manera de sonrisa, porque te das cuenta de que no es posible sentir más dolor, has llegado a ese fondo espeso que todos tememos tanto, y sin embargo sigues vivo, todavía te falta recorrer un pequeño tramo del camino, y estás satisfecho, porque sabes que amar fue muy muy hiriente, muy muy destructivo, extremadamente doloroso, pero valió la pena haber pasado por todo ello, amar de esa manera hizo que la vida tuviera sentido.

 

Sí, ahí está, en esa escena, en la mirada extraviada de Madame de Tourvel cuando el mensajero le dice al oído que el Vizconde de Valmont ha muerto y antes de morir ha confesado que la verdad era que sí la amaba, cuando eso en realidad a ella ya no le importa, porque ya está más allá de este mundo, más allá de la vida, en una dimensión ajena en la que todo perdió sentido, en la que en el último instante una pequeña mueca en los labios anuncia que valió la pena todo ese sufrimiento extremo, la vida tuvo sentido.

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Mariana Tristán

Melancólica apasionada, publicista y lectora voraz, intenta sobrevivir en un mundo donde el sexo y la menopausia no son compatibles. Ávida de experiencias excitantes y cercanas con su mercado meta.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   relaciones peligrosas, desamor, ruptura, amor

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