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Mi niña herida interior y Yo

FUENTE: Getty Images

Por JUDITH LOZANO

     Tengo 36 años, me casé a los 27, desde entonces y hasta hace algunos meses, siempre tuve la firme convicción de que el matrimonio es una opción, un contrato que renuevas cada día por voluntad propia, pero del que puedes desistir cuando quieras. Siempre había creído también que los que tomamos la decisión de casarnos somos adultos con la madurez para establecer reglas y decir lo que queremos y lo que no. Nunca me imaginé que todo eso no era mas que un engaño, pura teoría psicológica con la que uno se convence de que hacer lo que hacemos es maduro y tiene un fundamento.  Ahora resulta que la que ha mandado en mis decisiones todo el tiempo a partir de que  me casé, no soy yo, la mujer madura que se considera adulta y responsable, es mi niña herida interior. Esto me lo dijo hace tres días un psicoterapeuta, y todavía no acabo de creerlo ni de entenderlo. Estoy en la cúspide del asombro y en el hoyo de la depresión.
 

     Al psicoterapeuta llegué después de muchas dudas y mucha negación. Me llevó hasta ahí un maldito dolor de cabeza que me asedia mañana y noche desde hace casi un año. Se podría decir ahora que mi vida se divide en dos: antes de que apareciera mi maldito dolor de cabeza crónico, y después de que hizo aparición mi maldito dolor de cabeza crónico. En un principio acudí a un médico general para resolver mi problema, pero al no encontrar tratamiento efectivo me envió con un internista, que a su vez me envió con un neurólogo, que a su vez me trató con innumerables analgésicos y toda clase de fármacos hasta que la persistencia tozuda y agobiante de mi dolor lo hizo dudar de sus conocimientos y las certidumbres de la ciencia, y dicidió enviarme con un psiquiatra. Con el psiquiatra tuve una larga y costosa relación semanal en la que se dio oportunidad de probar cuanto psicotrópico se le ocurrió para tratar cuanto síndrome psiquiátrico me quizo diagnosticar. Al final el hombre, agotado y desesperado también desistió ante la tenacidad implacable de mi insoportable dolor, que para entonces ya había redoblado esfuerzos en su intento decidido por hacer cuadritos mi existencia. Claro que mientras todos estos tratamientos demostraban su poca efectividad, recurrí también a cualquier tipo de remedios caseros, flores de bach, medicina tradicional, chochos y cuanto mejurge me recomendaron vecinos, familiares y amigos con recetas infalibles  guardadas en el baúl de parientes muertos hace muchos años. Nada funcionó. Mi dolor siguió ahí, impertérrito e indómito, aferrado a mi cabeza y decidido a acabar con mi relación de pareja, mis infinitas responsabilidades de madre, de hija, de hermana y vecina, mis complicadas relaciones laborales y las pocas amigas que aún soportan mis quejas constantes sobre jaquecas.  En la última reunión con estas escasas amigas que aún me quedan, una de ellas se atrevió finalmente a decirme lo que desde hace rato todas piensan, que mi dolor de cabeza era psicológico, y que lo que a mí me hacía falta era una psicoterapia llevada a conciencia como Dios manda. Qué valientes son las amigas. Si Dios realmente está en el cielo le doy gracias por amigas como estas, porque con el mal genio que últimamente se apodera de mis buenos y mis peores ratos, mi amiga tuvo realmente mucho valor para decirme sin rodeos algo como eso sobre mi dolor de cabeza, que a estas alturas se ha vuelto un tema casi tabú para mi sensibilidad exacerbada.
 

     Esta es la razón por la que he acabado en la consulta del psicoterapeuta para tratar un dolor de cabeza terco y rebelde al que ni el más agudo clínico ha podido hacerle frente. Y he aquí que el terapeuta opina que es verdad, mi dolor de cabeza crónico tiene origen en el subconciente, es la forma en que la rabia acumulada en mi interior quiere abrirse paso en mi conciencia. Según este hombre docto en los dilemas de la mente y los enstresijos de las emociones, mi subconciente ha venido acumulando enojo y rabia no manifestada durante los últimos treinta años. Un caudal de ira que ahora se hace presente en la forma de esta insobornable migraña. Lo peor de todo es que le han bastado unas cuantas preguntas y un par de consultas para percatarse de lo que me pasa, como si fuera demasiado evidente, hasta para un completo desconocido. En la tercera cita me suelta eso de que llevo en mi interior una niñita herida que no ha sido capaz de manifestar su rabia. Esta niñita es producto de una infancia un tanto traumática, con una madre distante y negligente que le negó las atenciones que necesitaba y un padre adicto al trabajo permanentemente ausente. Es una niñita que aún está enojada, que tiene miedo pero también rabia, que no lo dijo entonces y tampoco es capaz de decirlo ahora porque ha sepultado esa rabia en el fondo de la conciencia con un millón de actitudes de perfeccionismo, autocontrol, autosuficiencia y desapego que, vale decir, hasta hace un año habían resultado sumamente efectivas. Dice mi aclamado doctor del alma que es esta niñita la que en realidad ha estado tomando todas las decisiones en mi vida, desde la persona con la cual me casé hace 9 años, hasta la forma en la que estoy educando a mis propios hijos, pasando por mi elección de profesión, círculo de amistades, estilo de vida y cúmulo infinito de responsabilidades que bajo cualquier circunstancia me adjudico invariablemente.
–“Tu dolor de cabeza va a sanar”-, dice mi psicoterapeuta con una mirada condescendiente detrás de sus lentes de armazón de zinc, -“Pero tendremos que trabajar mucho, y tal vez empeorará un poco, antes de mejorar”-.  Mi niñita herida interior lo mira muy asustada y tal vez ahora quisiera llorar, pero desde luego, la mujer adulta y emancipada de su infancia que ahora soy, no se lo permitirá por ningún motivo.


 

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