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​Madre solo hay una

FUENTE: Pinterest

Por ERÉNDIRA SVETLANA     

Mayo 8 2018

Mi madre fue durante nuestra infancia y nuestra juventud una mujer que callaba. No tengo todavía muy claro porqué, entender la naturaleza misteriosa de las energías internas que mueven la personalidad de nuestras madres es una labor ardua, una labor dolorosa de la que siempre tratamos de huir, pero que algún día tenemos que asumir a fin de cuentas. Comprender a mi madre ha sido una tarea que a mí me ha llevado toda una vida. Mi madre era una mujer que callaba. No puedo decir que se tratara de una especie de sometimiento por que, como en todas las familias mexicanas, en la nuestra, aunque hasta ahora lo descubro, se practicó un sutil pero muy tenaz matriarcado. No, en realidad nunca fue una mujer sometida, su silencio era contundente como su obstinación impertérrita por ser durante toda su vida un mujer autónoma y autosuficiente, pero nunca significó una concesión ni sometimiento de ninguna índole. Se trataba mas bien de una actitud frente a la vida, una forma de acatar los designios que el destino tenía deparados para ella. 

Su silencio era penetrante y a veces doloroso, como un puñal que atravesaba el corazón y al mismo tiempo llenaba todos sus huecos. Sabía abrir grietas profundas en la conciencia, que se llenaban inmediatamente de culpa. También abría espacios inmensos en donde tenían cabida las palabras de todos los otros. El de mi madre era un silencio que cedía el paso, era invariablemente un preámbulo pulcro y lustroso a la oratoria florida de nuestro padre. Por que las palabras fueron siempre el terreno de él, mi padre, un universo al que nadie más tenía acceso. Ahora sé que ella dispuso con su silencio el escenario perpetuo para que él brillara. Por que las madres fueron así en algún tiempo que ahora nos parece remoto e ingenuo, y mi madre perteneció a ese acontecer lejano con su silencio doloroso.

Ella callaba y hablaba él, su voluntad matriarcal dispuso durante la vida entera que fuese el discurso paterno el que se grabara en nuestra memoria y dejara impregnada su huella indeleble en la identidad de cada uno de sus hijos. Nadie se enteró nunca de que ese fue su designio, y de que su decisión unívoca fue lo que en realidad moldeó nuestros caminos. 

Los modos que las madres eligen para hacer crecer a los hijos son también misteriosos, y sólo ellas conocen los motivos. La mía decidió callar siempre, y hacer de su silencio una plegaria milagrosa que le diera sentido a nuestra historia. 

Pero mi madre dejó el registro sonoro de su voz tatuado en nuestro recuerdo de otras formas, porque mi madre cantaba. No tengo el recuerdo de sus palabras, pero en algún recodo de la memoria tengo guardado el sonido transparente de su voz melodiosa. Mi madre cantaba, durante nuestra infancia, a mis hermanas menores, a la más pequeña, mientras era un pequeño bulto cubierto por las mantas entre sus brazos claros de gitana, le arrullaba con ese cantar suave de las mujeres jóvenes, ese latir cadencioso y despreocupado de las mujeres madres. Lo tenía ella también, en alguna parte de su vida. Yo era una niña pequeña y no tengo conciencia exacta de la forma en que ocurría pero está ahí, en el recuerdo, es un registro sonoro, muy dulce, muy claro, está ahí, mi madre cantaba.

 

Lo hacía sobre todo los fines de semana, cuando mi padre volvía. Durante los primeros años de su vida en común. Tallaba la ropa los sábados por la mañana, mientras él aún dormía, cantaba mientras tallaba, en un susurro transparente, venido de una región desconocida dentro de sí misma, un pequeño territorio que le era ajeno, le pertenecía sólo en algunos breves lapsos. El susurro se elevaba en la atmósfera matinal del día incipiente, se abría paso entre la bruma ligera hasta el ángulo estrecho por donde penetraban los rayos niños del sol. Era muy terso, se dispersaba como una esencia liviana alrededor de la casa, en torno a los espacios, a los objetos. Llenaba en espirales vaporosos la atmósfera sabatina, llegaba hasta las habitaciones, hasta los oídos atrapados entre las sábanas, abría con sus destellos los párpados amodorrados, la mañana prometida de los ojos, se erguía discreto y luminoso en los colores amarillos y anaranjados que tenían esos días utópicos.  Cantaba también cuando mi padre se lo pedía, en la euforia dominical de los días de fiesta, él le pedía sutilmente que cantara como cuando eran jóvenes, ella no decía si, sólo concedía con la melancolía eterna de los ojos y cantaba de esa forma,  con simpleza, liberando los sonidos lánguidos y sinuosos de la tristeza a través de la garganta.

 

Cuando cantaba era una mujer desconocida, su voz le disfrazaba el rostro, le cubría el cuerpo avasallado, cuando cantaba era sólo voz clara, efluvios de una cascada incrustada en la lejanía, de una presencia líquida y cristalina que atravesaba los tímpanos, se enterraba en el centro de la garganta haciendo un nudo, en el pecho, como un dolor ciego, muy hondo, un dolor que no curaba cuando la rutina se reanudaba.  No conocimos sus palabras. Conocimos su canto, nuestra madre se manifestaba ante nuestros ojos así, con ese canto sinuoso, transparente y líquido, limpio de otros tiempos, un canto recién nacido, un arrullo cubierto de mantas suaves y perfumadas que nos hacía soñar, nos hacía dormir, volver a abrir los ojos al transcurrir piadoso de esa transparencia,  a sus pasos descalzos sobre las baldosas exteriores, sobre la tierra húmeda, al olor florecido de la lluvia, un olor que inunda la memoria de alegría, el olor puro de la melancolía corriendo caudaloso entre las grietas, el olor del agua, de la noche tibia, olor de los días de infancia, de verdes frutales, de azules celestes y hierba pálida.

 

Mi madre cantaba en ocasiones así, su canto duraba apenas la fugacidad de la pequeña dicha de los fines de semana, la felicidad acurrucada de la primera época, de la juventud áurea en el génesis remoto de nuestra familia.

Los vínculos que nos unen a nuestras madres son incomprensibles y viscerales, trascienden la consciencia y los lenguajes terrenales, están hechos de sonidos, de imágenes, de sensaciones. Definen nuestros caminos y nuestra forma de entender el mundo, más allá de los límites de la razón y las palabras.

 

 

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