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Los tres pasos de Abril

por Lía Lobato

 

Cuando Abril despertó no sabía que su vida se transformaría ese día. Vivía apresurada, siempre corriendo de un lado a otro, como si estuviera en una competencia en la que no había una meta; solo se trataba de correr y correr.

 

Como todos los días, esa mañana se levantó al tercer sonar de la alarma, tomó un baño, preparó el desayuno y lo comió apresuradamente. Preparó el café que la mantendría medianamente funcional durante las primeras horas y lo sirvió en el termo para tomarlo durante el camino al trabajo.

 

Como sucedía a diario, Abril salió de su casa con la frustración de que, a pesar de todos sus esfuerzos por acelerar el ritmo, una vez más llegaría tarde. Al entrar en su oficina comenzaría a trabajar sin parar y, sin embargo, nunca lograría regresar a casa con la satisfacción de haber concluido todos sus pendientes.

 

La jornada se le iba en ir de un lado a otro, en hacer una llamada y otra y otra, en redactar documentos, en entregar reportes, en planificar, en rendir cuentas sobre sus resultados… una cosa tras otra, sin tener la posibilidad de detenerse.

 

Los minutos que se tomaba solo eran para comer, luego regresaría a atender los asuntos que se le acumulaban sin pausa. Así había vivido durante 21 años. El mismo trabajo, el mismo puesto, los mismos compañeros, la misma rutina.

 

Como la jornada le resultaba insuficiente, era común que se llevara a casa los pendientes para avanzar durante la noche o los fines de semana. Cuando lograba liberarse un poco, ocupaba el tiempo para resolver los asuntos familiares; visitar a sus padres, hablarles a las tías; saludar a sus hermanos. Amistades tenía pocas, pues nunca se daba el tiempo para verlas.

 

Abril era consciente de que nunca se daba tiempo para ella misma y mientras más triste y sola se sentía, más trabajaba para justificar su existencia. Lo reflejaba en su mirada, a través de aquellos ojos apagados y oscuros, cansados.

 

Ese día Abril cumplía con su rutina habitual. Sabía que, aun con los ojos cerrados, movida por la inercia, era capaz de realizar sus tareas con la misma precisión. Llegada la hora de salir a comer, iría a la fonda de todos los días, a comer el menú de todos los jueves, a que la atendiera la misma mesera, con quien tenía la misma conversación.

 

—¿Qué tal Abril, cómo va el día, lo mismo de siempre?

—Todo bien, Paty, gracias. Sí por favor, pero ya sabes que tengo un poquito de prisa.

 

Abril comería con apuro, pagaría con el efectivo exacto para no tener que esperar el cambio y saldría con paso firme y rápido. Se detendría en la esquina a esperar a que se pusiera la luz verde, parada junto con un grupo de personas que también esperaba hacer el cruce; de pronto, como si una fuerza la incitara a moverse, daría tres pasos hacia atrás, se alejaría apenas unos centímetros de las personas con las que antes habría estado alineada. Ni siquiera sería consciente de ese movimiento, quizás lo haría para respirar un poco, le asfixiaba tanta cercanía.

 

Absorta en sus pensamientos, pensaría en lo que tendría que hacer cuando volviera a la oficina. Segundos más tarde, escucharía un claxon que la sacaría de ese estado hipnótico, voltearía hacia el lado de donde vendría el ruido y sería testigo, como si todo lo viera en cámara lenta, de cómo un auto conducido a gran velocidad, en el afán de ganarle al semáforo se impactaría contra la parte trasera de un pequeño sedan.

 

El golpe haría que el sedán saliera girando hacia la esquina en la que estaban Abril y el grupo de personas. Ella no se movería, solo se encogería como quien sabe que va a recibir un golpe. El auto, daría vueltas sobre su propio eje, se iría acercando hacia ellos y ella observaría como iría impactando a cada uno, como saldrían volando, igual que si se tratara de muñecos de trapo; uno golpearía el parabrisas con la cabeza;  una mujer rebotaría en el cofre y luego sobre el techo del carro y quedaría inerte en el asfalto; dos más saldrían disparados a las jardineras ubicadas afuera del establecimiento… Abril, esperaría con resignación su turno, pero milagrosamente saldría ilesa, y se daría cuenta hasta ver el auto detenerse.

 

Los comensales saldrían, algunos correrían a auxiliar a los heridos, otros gritarían para pedir una ambulancia; unos más solicitarían calma y procurarían mantener el control de la situación… Mientras, Abril seguiría paralizada y, como si fuera invisible, nadie la miraría. Todos quienes habrían esperado cruzar la calle, junto a ella, se encontrarían tirados, encharcados en sangre, algunos, incluso, habrían perdido la vida.

 

Abril, finalmente, podría reaccionar. Paty, la mesera, se acercaría, la tomaría por el hombro y le preguntaría si se encontraba bien; ella solo asentiría con la cabeza. Abril se sentiría como si fuera un personaje de una película de ciencia ficción. Sabría que si no hubiera dado esos tres pasos hacia atrás, habría corrido una suerte distinta.

 

No querría quedarse a ayudar porque no se encontraría en condiciones para hacerlo. Entonces, caminaría hasta su oficina, como autómata, helada, iría directo al baño, se miraría al espejo y observaría su cara blanca como el papel. Se enjuagaría la boca y se mojaría la cabeza, respiraría profundamente y, por unos minutos, detendría su rápido andar por la vida.  

 

Subiría las escaleras, sin mirar a nadie. Se metería de nuevo en la oficina, se serviría un café y se sentaría en su silla sin hacer nada, sin hablar, con la mirada fija en el pedacito de verdor que se asomaría por la ventana, ese pedazo de jacaranda que en primavera se pinta de lila y que poco se detenía a mirar.

 

Algo pasaría ese día en la vida de Abril. Haber estado a tres pasos de la muerte la sacudiría. Desde entonces, incluso con la misma rutina, procura andar con un ritmo más pausado, que tal vez solo ella nota.

 

Desde entonces, sonríe un poco más y se detiene a mirar cosas que no había mirado. Y cuando se absorbe en sus pensamientos, no piensa solo en el trabajo y en su agenda, también piensa en la viuda de don Humberto, el hombre que murió cuando su cabeza impactó en el parabrisas del sedán, a quien visita últimamente para conversar sobre sus nietos, en Paty, quien le ayudó a investigar sobre el destino de todas las víctimas del accidente, con quien ahora conversa más en sus comidas. Está segura de que no está tan mal salir de la rutina, conocer gente nueva, frecuentar a los amigos y pensar un poquito más en los otros, en ella misma, y salir del cerco de su soledad.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   Cuento, casualidades, accidente, corazonada

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