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Los locos de nuestra infancia

por Eréndira Svetlana

 

Tenemos miedo de mi madre, tenemos miedo de ese final de los días sumidos en la desesperación perpetua.  Miedo sobre todo de la noche, de su manto helado abrazándonos en la oscuridad, amagándonos durante años. Tememos a los ojos del demonio además, encendidos como dos bolas de fuego en la penumbra de la habitación, acechándonos. Crecemos en ese miedo universal, nos alimentamos de él, al cabo de las edades nuestra esencia está hecha de ese temor definitivo, de esa pasta que une todos los acontecimientos de nuestra historia común.

 

Mientras somos niños esos temores se ponen de manifiesto cuando vemos a los locos de la calle, los indigentes que recorren esos caminos desérticos de la orilla despoblada de la ciudad. La gente de los alrededores los llama locos porque se han escapado del manicomio municipal construido en un extremo apartado de la aridez de la planicie. El manicomio se alza entre los matorrales secos como un casco de cemento abandonado poblado de fantasmas.  No tiene presupuesto, se sostiene de la caridad, los pocos cuidadores no se dan abasto, se deja a los enfermos escapar, perderse de pronto sin que se sepa si han muerto o se han extraviado. Los locos caminan descalzos durante días, comen desperdicios de los basureros, duermen a la orilla de las carreteras, llegan hasta esa periferia cercana donde las casuchas se han construido en serie como murallas interminables de la miseria al poniente de la mancha urbana, se quedan ahí durante meses antes de ser devueltos a sus celdas sombrías de hospital, deambulan los caminos terrosos como almas muertas, se les puede ver también de noche, como animales salvajes desplazándose sigilosos entre la maleza y el cemento.

 

Les tememos a ellos también, los locos del manicomio municipal. Tienen las pieles agrietadas y sangrantes, en la superficie crecen los furúnculos donde han hecho larvas las moscas, los cabellos como estropajos empolvados en los que anidan por millares los piojos, visten harapos sin forma, anudados al cuerpo en desorden, los harapos dejan a la vista partes obscenas de sus cuerpos sucios y renegridos, porciones de la piel surcada y reseca que nadie desea ver. La visión de esos locos es terrorífica, en nuestro recuerdo es de una naturaleza innombrable. Les vemos a veces por las tardes al llegar a casa, revolviendo en los lotes baldíos de los alrededores, buscando entre la basura algo que llevarse a la boca.  El hedor de sus cuerpos sucios llega hasta donde estamos, nos penetra los sentidos, no es posible respirar cuando hay uno de esos locos cerca, les tememos, les miramos con ese horror del que no es posible hablar. De noche duermen sobre las aceras, hablan solos hasta el amanecer, gritan como pájaros de la oscuridad, sus gritos llegan hasta donde estamos, hasta los dormitorios de las casuchas levantadas por centenas, no es posible contener el temblor del cuerpo bajo las sábanas, el castañear de los dientes y los sueños incendiados que penetran los pensamientos.

 

Les tememos, el miedo nos enmudece, sobre todo a las pequeñas, no pueden hablar de él. Seguimos temiéndoles durante muchos años, les tememos siendo adultos también, es un temor indefinido,  un horror que sólo se explica porque hemos nacido en el lecho de la locura, porque la conocemos. Esos locos indigentes que escapan del manicomio municipal y pueblan las calles de terracería de nuestra colonia durante la niñez, son la visión de la locura misma, la perdición que esa locura entraña, sus dedos mugrientos que han hurgado en la inmundicia quieren tocarnos, quieren alcanzarnos con su suciedad y contagiarnos de su insania, tienen esa capacidad, cada objeto que tocan es arrastrado en esa putrefacción de la demencia en la que habitan inevitablemente. Es para morir de espanto, para huir despavorido sin mirar atrás, corriendo con todas las fuerzas que se tengan hasta perder el aliento. Tarde en la vida seguimos temiendo esa visión de indigencia cohabitando con la locura, seguimos huyendo de ella con horror, huimos de la idea atroz de que algún día nos alcance y nos toque con sus manos sucias, nos transfigure con su inmundicia en esa misma imagen. Somos adultos y aún tenemos horror de caer en esa desgracia de los locos de las calles de nuestra infancia, enloquecer hasta ese punto de perderse a sí mismo, de ser sólo harapos y piojos en donde anide un grito consternado que se propague en la oscuridad.

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Eréndira Svetlana

Escritora de corazón, intensa y mordaz, llena de historias de supervivencia. Transita entre el amor desmedido y el odio selectivo. Digna representante de la Generación X con un toque Millennial.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags  fotografía, nostalgia, recuerdos, Eréndira Svetlana

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