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Lo tenía todo 

  para ser feliz                       

por Cecilia Espinosa

Conocí a Elira hace un par de años y aunque no nos vemos con regularidad, disfruto de su compañía y de su conversación. Durante nuestro último encuentro, ella me habló muy conmovida de Pedro Gómez, a quien conoció en un evento al que la habían invitado para escuchar a personas procedentes de Centroamérica y el Caribe, que compartirían sus testimonios en torno a la experiencia de ser migrante.

 

Elira colabora en una organización civil que brinda distintos apoyos —jurídico, psicológico y humanitario— a quienes se encuentran en esa situación debido a la violencia de la que han sido víctimas en sus países de origen.

 

Para esta mujer, la migración es un tema que la ha acompañado a lo largo de su vida, y no porque la haya experimentado en carne propia, personalmente, sino porque siempre ha estado presente. Con frecuencia recuerda a Kumba, su “entrañable profesor de Cultura y sociedad” —a quien conoció cuando estudiaba Sociología en la UNAM—, un migrante refugiado de la República del Congo con quien hizo amistad y a quien —afirma— le debe la enseñanza más importante de su vida profesional: “La educación es el arma más poderosa de transformación y una ciudadanía educada que lucha por la defensa de sus derechos puede vencer las injusticias de un pueblo sometido”.

 

Durante nuestras largas charlas Elira siempre comparte episodios relacionados con las personas en movilidad. Cuando trabajó en la Secretaría de Desarrollo Social, tuvo la oportunidad de visitar una comunidad que atendía a los hijos de los jornaleros agrícolas migrantes, quienes se dedicaban a la siembra de la fresa, en el Valle de San Quintín, Baja California. En ese lugar se había habilitado un camión como aula a la que llegaban, pasadas las seis de la tarde, niños de todas las edades, después de haber concluido una jornada de ocho horas de trabajo duro en el campo. Me contó con satisfacción que, a pesar del agotamiento, podía ver en las caras de esos niños la alegría que les causaba dedicarse, aunque fuera solo unas horas de la tarde, a hacer lo que verdaderamente les tocaba en esa etapa de su vida: jugar y aprender.

 

Conocer la realidad de esas familias que migran siguiendo las rutas agrícolas del norte del país; que viajan empleando su mano de obra —desde los más pequeños, hasta los adultos mayores—; que viven hacinados y en condiciones de salud e higiene deplorables la transformó a tal grado, que desde entonces dedica su labor a atender a quienes se encuentran en esas y otras circunstancias, aún más difíciles.

 

En otra ocasión Elira me habló de uno de los episodios más dolorosos de su vida: cuando su propio padre decidió irse de México en busca del sueño americano. En ese momento conoció el dolor que le causó la incertidumbre de saber lejos a un ser amado y el sufrimiento de sentirse incapaz de evitar la fractura de su familia. Su padre y ella nunca hablaron de la decisión que lo empujó a realizar ese largo viaje, de lo que significó para él vivir como indocumentado, trabajando de sol a sol en diversos empleos. Él le dijo un día que “allá sí que se gana buen dinero”, pero ella siempre pensó que no se ganaba lo suficiente para compensar las cargas duras de trabajo, la zozobra de ser descubierto y deportado, la tristeza de una familia rota.

 

Y el día que Elira me habló de Pedro pude distinguir en la dulzura de su rostro que esa era una de las historias que la han transformado. Ella me relató que cuando llegó al evento al que había sido invitada revisó el programa con detalle y una de las experiencias que llamó su atención como un imán fue la de aquel joven de 27 años, Pedro Gómez, cuyo participación se titulaba “Lo tenía todo para ser feliz”.  

 

Cuando abrieron las puertas del sitio en el que todas esas mujeres y hombres abrirían su corazón a desconocidos para compartir sus historias, Elira ubicó la sala que le correspondía y se sentó junto con el resto de personas expectantes. Pedro apareció, con su piel morena y gruesa, el cabello oscuro que le caía como aguacero sobre los ojos, su mirada dura que reflejaba el dolor de una vida que no se merecía. Se sentó al frente, con el ceño fruncido y una actitud hosca, se inclinó un poco hacia el frente e inició su relato:

 

—Yo lo tenía todo para ser feliz, pero un día tomé una mala decisión y desde entonces no he parado de huir —me cuenta que su voz era profunda y pausada, evocadora; su mirada estaba perdida porque su mente se remontaba a los recuerdos más lejanos—. Crecí en una familia unida y cariñosa, pero éramos pobres, muy pobres. A los veinte años, me uní a un grupo de delincuentes que se dedicaba a la venta de drogas. Mi objetivo era hacer dinero, volverme rico, disfrutar de todo lo que no tuve cuando era niño… pero esa vida no es fácil. Para tener mucho dinero, uno debe deshacerse de sus decisiones, solo hay que obedecer, recibir órdenes, hacer cosas peligrosas y malas, traicionar, matar, robar… No pude aguantar. Así pasó un año, más o menos, y decidí salirme porque quería algo diferente, una vida distinta, yo no era para eso… porque ahí era como estar en el infierno. Hablé con ellos, les dije que ya no continuaría, y al día siguiente de mi decisión toda mi familia estaba muerta… mataron a mis padres, a mis hermanas y a mi pequeño sobrino. Fue por mi culpa y no pude hacer nada… desde entonces vivo con miedo, huyendo, moviéndome de un lado a otro, pero me encuentran, siempre me encuentran...

 

Elira me cuenta que cada palabra que Pedro decía le dolía como si estuviera escuchando a un pariente cercano, a un ser querido. Como si él fuera la encarnación de todos los jóvenes cooptados por el crimen organizado, para quienes ya es imposible volver sobre sus pasos. Como si a través de ese muchacho triste hablaran las de todos esos jóvenes cegados por la ambición y el anhelo de tener una vida mejor, y que con tal de conseguirlo se corrompen, se humillan y son capaces de desprenderse de todo aquello que los hace humanos.

 

Lo más triste, me dijo Elira —con lágrimas que le escurrían por el rostro—, es que esa historia es tan solo una de las muchas que se escuchan entre los migrantes centroamericanos.

 

Luego de los 20 minutos durante los que Pedro compartió su historia, Elira se puso en pie sin decir una palabra, estaba conmovida porque, aun entre tantas desgracias y desventuras, en el fondo de la mirada de ese chico percibió que algún día sería capaz de obtener lo que tanto anhelaba: un poco de paz.

 

Al término del acto, lo esperó porque le interesaba seguir escuchándolo, quería hacerle preguntas, tener su amistad. Se acercó a él y le invitó algo de beber, pero él solo la miró con desconfianza y con una mueca forzada le agradeció y se retiró con paso firme.

 

Tres meses después, Elira se encontró con una nota en el periódico que la destrozó: Pedro, “joven migrante hondureño de entre 25 y 30 años”, había sido cruelmente asesinado en Ciudad Reynosa. Entonces, se dio cuenta de que hay a quienes la desgracia no deja de perseguirlos jamás. Elira piensa que tal vez esa haya sido la única manera en que aquel chico encontraría la paz que buscaba.  

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Cecilia Espinosa

Internacionalista, editora, escritora, mamá de tiempo completo, amiga de corazón sincero, lectora voraz y compañera eficaz, persigue la justicia social en cada acción en la que se involucra, y es una incansable defensora la educación y las causas justas

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   migrantes, pobreza, delincuencia, Cecilia Espinosa

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