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La Maleta

                                                                       

por Guadalupe Cerezo

Como todos los días, la luz empezó a filtrarse entre las blancas cortinas y el gorjeo de los pajarillos se escuchaba entre los árboles. En la habitación, la mujer abrió los ojos e instintivamente miró hacia el taburete. Le brotó un suspiro del pecho y lentamente se sentó a la orilla de la cama, con el cabello desordenado, la bata abierta y los viejos calcetines aún en los pies.

 

De repente, la puerta se abrió y otra mujer regordeta, de sonrisa amable y vestida de blanco, se dirigió a ella:

 

—¿Ya despertó, madre? —No hubo respuesta. Los ojos estaban fijos en el mueble.

 

Con una actitud de respeto empezó a vestirla, la llevó al baño, le lavo la cara y las manos y luego la peinó. Después, le volvió a hablar:

 

—Ahora sí, madrecita, vamos al comedor.

 

Ahí había muchas personas, la dama se sentó y, asustada, trató de reconocer a alguien. Era extraño, ¿quiénes eran ellos?, ¿por qué estaban ahí, en ese enorme lugar?

 

Le llevaron sus alimentos, pero apenas los probó. Quería regresar al cuarto en el que estaba, mirar el taburete, al menos ese era un pensamiento fijo entre tantos dispersos.

 

Se levantó y caminó en busca de su aposento, pero todos eran iguales. La angustia empezó a invadirla, cuando a sus espaldas escuchó la voz dulce de Leonor:

 

—Madre, debe terminar su desayuno. Le prometo que la llevaré después a su alcoba.

 

Ella acepto y volvió a su lugar, apuró la leche, el pan, la fruta y un huevo cocido. Con una mirada suplicante alzó los ojos cansados, y eso bastó para que la enfermera cumpliera su promesa de devolverla a su recamara.

 

Apenas salió, caminó de prisa al taburete, tomó la maleta, la colocó sobre la cama y empezó a vaciarla hasta detenerse en una fotografía. Era de un hombre con uniforme militar, muy apuesto. La anciana solo acertó a besarla con timidez y, en esos instantes el hombre de la foto apareció frente a ella, la abrazó con ternura y pronunció su nombre: “Evelia, soy Guillermo, siempre estoy contigo aunque sea por unos segundos… tú sabes quién soy y quién eres”, y luego desapareció…

 

Evelia volvió a perderse en esa mirada sin luz fija en el veliz, y como autómata guardó las cosas una a una, y ocultó el retrato muy al fondo de la valija.

 

Sin saber por qué empezó a llorar de manera incontenible, más tarde caminó hacia la ventana, miró sin mirar, pensó sin pensar… ante ella solo una imagen borrosa aparecía y desaparecía. Todos los días se repetía el ritual, pero aquel día por fin había atrapado los nombres de los dos…

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   maleta, recuerdos, vejez, Guadalupe Cerezo

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