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La madre​

por Mariana Tristán

 

Tengo deseos. Sé que en algún rincón de mi cerebro permanecen ocultos. Debo tenerlos. Deseos propios, nacidos de la que fui antes de esta. La que fui para mí misma, no esta que soy ahora para todos los demás, para mis hijos. Mis deseos deben estar en algún lugar. La que fui antes de ser madre debe seguir agazapada en alguna parte. Ya no la distingo. Su silueta se va desvaneciendo con los días y sus ímpetus se me escurren entre las manos mientras las urgencias, las demandas, las inagotables responsabilidades de la que ahora soy, lentamente la van usurpando, invadiendo despiadada su lugar.

 

Pienso en todas estas cosas mirando por la ventana el azul violáceo del cielo a la hora en que se está muriendo la tarde. No sé cuánto tiempo llevo absorta en este trance cuando mi hijo mayor alza la voz con cierta impaciencia preguntándome por cuarta vez algo sobre su tarea. Lo miro sin mirarlo, recorriendo de regreso el camino desde el azul violáceo del cielo moribundo hasta sus ojos grandes y castaños, su  boca rosada moviendo los labios encarnados e infantiles. Lleva un rato sacudiendo mi hombro, preguntando algo.

 

–Mamá, ¿por qué no me haces caso?

 

Está acostumbrado a mis ausencias. Pregunta la primera vez y nunca obtiene respuesta. Trata de resolver sus dudas por sí mismo. Si vuelve a preguntar es porque no ha podido solo. Cuando pregunta por cuarta vez su mirada es suplicante y preocupada. Más que buscar respuesta, está alarmado por la duración de mi ausencia. Su insistencia quiere traerme de vuelta a su mundo, al mundo en el que hablo, explico, me intereso, me obsesiono, grito, regaño. Es nuestro mundo, el que compartimos, el único en el que se siente seguro. Aunque intuye la existencia de ese otro mundo en el que me pierdo algunos días, no quiere saber nada de eso.

 

Tiene doce años, siempre ha sido así. Ante lo incomprensible y lo doloroso, mi hijo se cierra, nunca quiere saber nada. No quiere ver. Cuando algo duele se niega a ver. Sólo quiere que las cosas vuelvan pronto a ser como él las entiende. A esa mujer que se ausenta del mundo algunas veces y huye de sí misma, que anda dispersa por la casa y mira sin mirar, mi hijo mayor le teme.

 

Hay una conexión indestructible entre los dos, sin embargo. Ahí ha estado siempre. Es incuestionable como la vida. Como la muerte. Y no requiere de explicaciones. Él me sabe tanto como yo le sé. Tanto o más. Mi hijo me sabe y me siente. Sabe lo que siento. Por eso ha aprendido la esencia del temor. Se la he enseñado yo.

 

Junto a mí, presencia involuntariamente cada día la naturaleza incierta del temor y ha aprendido a identificar su presencia intangible en mi angustia perenne. No quisiera que hubiera sido así. No me halaga como a otras madres. Sólo es así. No puedo evitarlo. Quisiera evitar esa coexistencia. No es posible.

 

Suele suceder. Es mi primer hijo. Nací con él a esta nueva identidad. La maternidad. Con él me fui alejando irremediablemente de la otra. Caída tras caída. Caemos diariamente, a cada momento, una y mil veces con cada  nuevo paso. Al cabo de los años mi hijo ha aprendido a levantarme, a recoger los despojos de mi desconcierto, a hilvanar nuevamente los pedazos de mi endeble seguridad.

 

A veces él quisiera reclamar su derecho a ignorar ese aprendizaje. Ya no es posible. Yo también quisiera dárselo.  Quisiera liberarlo de esa carga. La del primogénito. La del testigo mudo de mi lamentable condición humana, la de madre. La va a llevar a cuestas toda su vida. La lleva desde ahora cuando me percibe ausente, extraviada en la inmensidad de una tristeza que no entiende, que no quiere conocer, y lucha con la persistencia de su voz para ahuyentarla.

– ¡Contéstame mamá! ¡Ayúdame a terminar esto!- 

 

Sus ojos son grandes y su mirada intensa. En sus palabras hay siempre fuerza y nobleza. También súplica. Una súplica cotidiana por ajustar el mundo a la simplicidad de su razonar, a la redondez dichosa de lo que es justo, de la bondad.

 

Desde donde estoy, ahora lo escucho. Quisiera tener la fuerza para acabar con sus incertidumbres, con sus miedos. Quisiera tener en la mano todas las certezas para poder mirar esos enormes ojos suplicantes con la serenidad del que tiene todo bajo control, de quien es capaz de transmitir confianza.  No me engaño. No soy esa. No puedo darle la seguridad que he perdido ahora en mí misma. Las certezas todas atadas en la astucia de una sola convicción, la de ser su madre y estar aquí para escucharlo, para resolver sus dudas y atender cada uno de sus tropiezos, cada una de sus infinitas solicitudes, y arropar sus miedos, consolar sus soledades, y regalarle la inquebrantable promesa de mi presencia perenne, como se regala a un niño la promesa de la felicidad eterna.

 

Pero no puedo. No hoy. Hoy no tengo esa valentía a la mano. Mi mente está allá, detrás de ese ocaso, sumergida en el azul moribundo de ese cielo desgajado, queriendo estar en cualquier otra parte, en otro presente, disuelta en otras tristezas ajenas a las de ser madre, envuelta otra vez en la piel de otros años, la de las audacias, las posibilidades, la piel distante de las libertades.

 

Y esa bondad, la bondad intacta en los ojos profundos de mi hijo me taladra de culpas atroces la conciencia de otras edades. Esos ojos suplicando su derecho a la ignorancia, hundidos en la soledad de la inocencia, en la nobleza intemporal de los años infantiles, me avergüenzan, la fuerza contundente de sus pueriles súplicas me apuñalan desgarrándome.   

 

En días como este, la voz que mis hijos quieren escuchar se desvanece, está ausente. Los miro sin mirarlos, escucho sus súplicas, sus quejas a la distancia en un espacio ajeno que no logran alcanzar mis sentidos. También se desvanecen.

 

Prefiero seguir mirando la tarde agonizando, como sus voces, mis certezas, sus seguridades, esa otra que fui y que ya no encuentro. Me quedo allá afuera, la rabia, la vergüenza, la impotencia trepando sobre la conciencia rota, desangrando de culpas a esa otra que agoniza bajo mi piel como la tarde. A lo lejos, la oscuridad adueñándose ahora de ese cielo que se muere.

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Mariana Tristán

Melancólica apasionada, publicista y lectora voraz, intenta sobrevivir en un mundo donde el sexo y la menopausia no son compatibles. Ávida de experiencias excitantes y cercanas con su mercado meta.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags  hijos, maternidad, Mariana Tristán

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