La guerra no tenía forma
por Daniel Lajous
La guerra no tenía forma todavía en ese tiempo. No podía existir en nuestra imaginación. La guerra de las calles, la que llenó después de sangre los traspatios y los drenajes, la de los cinturones de miseria, la guerra de las ciudades innombrables. En ese tiempo nadie podía imaginar que alguna vez sería así.
Se apareció un día, se instaló con su desolación y su miseria en medio del polvo viejo de los callejones y no volvió a marcharse nunca. Vino desde arriba, desde la punta esmerilada del poder y del dinero, luego fue abarcándolo todo, cada uno de los rincones oscuros de la tierra, cada pedazo recóndito de la pobreza, hasta su entraña más reseca.
Lo encendió todo con su luz neón, su luz de antros y de burdeles, de ráfagas de metralla, de estruendos como aullidos dolorosos en la niebla, de fuegos cruzados en las plazas y las avenidas, de cuerpos flácidos, inertes, sin vida aún antes de morir. Su luz de sangre y trozos de cadáveres, sus rayos cegadores.
En ese tiempo la noción de guerra no existía. Su danza violenta y destructiva se libraba sólo hacia el interior de las casas, hacia las entrañas de sus espacios vacíos, sus habitaciones huecas colmadas de indiferencia.
En ese tiempo de sombras mudas la guerra no se nombraba porque no imaginábamos su sangre parda escurriéndose por las banquetas y los puentes, no imaginábamos el horror de sus cenizas.
Existían sólo sus larvas, sus capullos lechosos envueltos en un hilo espeso, colgando de las ausencias vespertinas, de los desiertos nocturnos, de la eternidad de las horas muertas goteando con lentitud desquiciante su abandono.
En nuestro tiempo la guerra era una larva que se gestaba obscena en la impudicia del silencio. No existía todavía en las calles. Aun así ya la solapábamos, ya habíamos aprendido a someternos a ella, a agachar la cabeza, a guardar silencio frente al espectáculo mórbido de su sangre y de su muerte depravada. Ya entonces éramos también culpables.