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La Devoradora

FUENTE: Pinterest

Por LA ORGULLOSA

Toda mi vida ha sido una roller coaster interminable. Me he pasado persiguiendo sueños sin cansancio. Ahora soy una adulta y la carrera no termina. Siempre fui muy inquieta, ansiosa por tragarme la vida de un solo bocado. Desde muy niña tuve una verdadera avidez por los descubrimientos. Cada nueva experiencia me llenaba de adrenalina y me arrojaba a aventuras inverosímiles. Un día, en el afán de vivir novedades trepé en una bicicleta de carreras y me lancé pedaleando a toda velocidad hacia una pronunciada hondonada que se hallaba debajo de un puente. El resultado fue catastrófico, terminé estrellada en la pared lateral con toda la cara raspada y sangrante. Mi conducta a menudo resultaba exorbitante pero así ha funcionado mi cabeza desde que tengo memoria.

 

Luego apareció mi avidez por saberlo todo, comencé a obsesionarme por poseer artilugios que me permitieran “explorar” el mundo: una cámara fotográfica, una grabadora, un microscopio, etc. Afortunadamente no soy una “material girl”, de lo contrario habría dejado en la ruina primero a mis padres, y más tarde al que sería mi esposo. Sin embargo desde niña tuve gustos caros y excéntricos como la filatelia. Coleccioné timbres al por mayor. Mientras más exóticos y únicos eran, más los ambicionaba, y no había poder que me contuviera para obtenerlos.

 

Existe un historial de objetos a granel que me empeñé en adquirir, y jamás descansaba hasta poseerlos: necessaires donde guardaba los caros cosméticos para mis presentaciones de ballet y danza regional, vestidos de marca que al poco tiempo modificaba a placer cortando y cosiendo ante la mirada escandalizada de mi madre, zapatos exclusivos que luego echaba a perder cuando estando en la carrera (estudié ingeniería civil) los llevaba al fango para hacer mediciones topográficas; en lugar de llevar botas con suela de tractor como el resto de mis compañeros. Mi primer Leroy le salió en un ojo de la cara a mi padre, era un estuche finísimo que pocos compañeros poseían, con regletas y estilógrafos para realizar dibujo técnico.

 

En fin, ese fue el principio de la montaña rusa. Hasta ahí solo resultaba una chica consentida por sus padres, que con solo abrir la boca obtenía lo que quería. Pero cuando cumplí la mayoría de edad, los objetos de mi deseo empezaron a ser cada vez más complicados. Me obsesioné por un joven de la universidad, y pasé tres años de mi vida haciendo circo maroma y teatro para que me diera el sí. Algo muy vanguardista para mi época, y una chifladura a todas luces. Mi siguiente obsesión, al salir de la carrera, fue pertenecer a una ONG que se dedicara a subsanar problemas sociales, está de más decir que esa aventura terminó muy mal, como casi todas mis locuras.

 

Cada idea que se me venía a la cabeza tenía que realizarla a toda costa, pero conforme crecía en edad las consecuencias de mis obsesiones se iban complicando y determinando mi vida. Hace poco comprendí la razón de esa loca carrera por tragarme el mundo. Y es que parece que en mí subsisten dos entidades, la una es razonable, sensata, tranquila y mesurada, la otra es ambiciosa, impulsiva, caprichosa, incapaz de reprimir sus deseos hasta hacerlos realidad, no siempre con muy buenos resultados.

 

A esta segunda yo la he denominado “La devoradora”, porque literalmente es una eterna insatisfecha que me devora la existencia sin que mi parte racional pueda hacer nada para detenerla. Y entonces me di cuenta que en mayor o menor medida, todas y todos tenemos una devoradora que incendia todo a su paso reduciéndolo a cenizas, en un afán por engullir la existencia de un golpe.

 

Esta devoradora nunca se sacia, siempre hay un nuevo horizonte que alcanzar, una nueva y alocada meta que perseguir, un propósito absurdo que cumplir. Naturalmente nada la satisface: títulos académicos, posición social, trayectoria profesional, reconocimiento de nuestros logros por parte de los demás, en fin, que si seguimos obedeciendo sus comandos se convierte en un pozo sin fondo para el que cualquier nuevo éxito es poco, y obviamente esta parte de mí se toma muy mal el fracaso, porque el alimento primordial para esta bestia es el engrandecimiento, la conquista, la gloria por encima de quien sea.

Tuvo que llegar el límite de su inconformidad ante tantas batallas perdidas y ganadas, para que mi parte racional se hartara de seguir a esta insensata en sus alocadas aventuras. Y entonces decidí que no más. En el fondo siempre aspiré una vida tranquila, sin sobresaltos, y conforme fui madurando me di cuenta que había que destruir a toda costa a esta bestia ávida de logros, que hacía caso omiso de lo esencial en mí. Me armé de toda la disciplina de que soy capaz y dejé de perseguir sueños absurdos, de defender causas perdidas, y de acumular éxitos vacuos y transitorios. Aún me cuesta dominar a esta bestia lujuriosa que clama sangre cada vez que mi mente enfebrecida elabora un nuevo plan, un objetivo para lograr “encumbrarme”.

 

En realidad la Devoradora me ha provocado más descalabros que satisfacciones, pero estoy determinada no solo a hacer oídos sordos a sus exigencias interminables, sino a aniquilarla de una vez  y para siempre. Yo quiero de vuelta mi calma, la sencillez de un espíritu que se conformaba con observar una puesta de sol o ver llover para sentirme realizada. Y aunque la Devoradora es un ente digno de temer, yo sé que mi razón es superior a ese instinto bestial que me trepa a la roller coaster a la menor provocación, arrastrándome en un torbellino de insensateces.

 

Conformarse, en el buen sentido, con la vida que tenemos, que por otro lado es producto de nuestras elecciones personales, es hallar la paz interior, y dejar de perseguir quimeras. No más alimento para esta Devoradora iracunda que en su insania me ha arrastrado a la soledad y el vacío existencial más absoluto. Por último, recuerden que todos tenemos una Devoradora que pervierte nuestra calma, y en aras de perseguir cada vez más “victorias” nos deja sin sangre en el cuerpo. Yo por mi parte hoy asesino a mi Devoradora, y me dispongo a vivir la única felicidad posible para un ser humano, la aceptación de su circunstancia y el agradecimiento por lo que se posee, que nunca es material sino espiritual: la familia, los amigos, y la posibilidad de disfrutar en plenitud el momento presente.

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