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Holocaustos personales

por Eréndira Svetlana

 

Hay una escena en la película de la Lista de Schindler que muestra a los judíos polacos de Cracovia caminando en masa por las calles de la ciudad, siendo desalojados de sus casas por los nazis y obligados a punta de pistola a irse a vivir al Gueto, una reserva que los nazis han adaptado en la periferia urbana para concentrarlos a todos, y en donde cientos de familias son hacinadas en minúsculas viviendas de viejos edificios, en condiciones de absoluta precariedad. Es el año de 1942, en pleno apogeo del régimen fascista de Hitler, los judíos de toda Europa han sido declarados la escoria de la sociedad y los guetos levantados en varias ciudades de Polonia son sólo el paso previo a la deportación de las multitudes judías a los campos de concentración, a donde a lo largo de los siguientes años, miles de ellos serán enviados para ser vejados, torturados, aniquilados en las cámaras de gas y finalmente incinerados en los hornos crematorios.

 

La escena es desgarradora como pocas que haya visto porque en ella el espectador atestigua cómo familias enteras de judíos son obligados a abandonar sus casas, sus pertenencias, sus vidas enteras, huyendo con apenas algunas cosas, lo que son capaces de guardar en sus modestas maletas, para posteriormente ser forzados a hacinarse en el gueto, a vivir en condiciones de miseria en minúsculos departamentos derruidos que habrán de albergar a 4 o 5 familias completas. De vivir en la comodidad y la prosperidad, con profesiones de toda una vida, empresas que costaron muchos años de esfuerzo, comunidades de convivencia y progreso, miles de personas se ven de pronto reducidas a la miseria más inhumana y el despojo absoluto no solo de sus hogares y sus formas de vida, sino también de su dignidad, su identidad y su sentido de existencia.

 

Hace muchos años vi esta película y, como a todos en ese entonces, cuando se estrenó en salas de cine a finales de los noventas, sus escenas cruentas sobre las infamias del Holocausto me causaron una gran conmoción. Eso pasó hace mucho tiempo, y en los años siguientes al estreno se hicieron decenas de películas que abordaban el mismo tema, todas desgarradoras y brutales, todas diseñadas para mostrarnos de una forma elocuente la realidad más cruda de lo que fue esa parte espantosa de la historia de la humanidad. Sin embargo, hace mucho que no había vuelto a pensar en el tema. Casualmente, la semana pasada vi esta película por segunda vez, me la encontré de pronto en uno de los canales de la televisión por cable, buscando por la noche algo que ver para engañar la desesperación y el insomnio. Había olvidado ya la belleza de la fotografía en blanco y negro, la perfección de la puesta en escena, lo poético de la trama y el horror de la realidad que relata. Me atrapó de pronto sin que me diera cuenta, era pasada la media noche y me sorprendí en algún momento completamente despierta, absorbida por la historia, conmovida hasta lo más profundo por la brutalidad de lo que aparecía en la pantalla, también me sorprendí de pronto llorando, con un llanto muy dolido, con lágrimas abundantes que me impedían seguir viendo con claridad lo que acontecía en la pantalla.

 

Esta vez la conmoción era diferente, no solo eran personas de otro tiempo y de otra realidad sufriendo humillaciones e indignidades inimaginables a manos de otros seres humanos, era algo más, era como si lo estuviera sufriendo en carne propia, como si todo eso me estuviera pasando a mí. No pude terminar de ver la película, el llanto incontenible se apoderó de mí, estaba sola en la casa, como desde hace muchos meses, y no supe hacer otra cosa que abandonarme al dolor y el desconsuelo. No voy a mentir, creo que ahora eso me pasa muy seguido, los ataques de llanto me asaltan muy frecuentemente desde hace algún tiempo, un dolor muy hondo se me clava a la mitad del pecho y es como si ocupara el espacio entero dentro de mi cuerpo y me asfixiara. Y es que ahora me siento exactamente así, como un judío del gueto de Cracovia, un ciudadano común y próspero que de la noche a la mañana ha sido despojado de su vida entera, de todas sus pertenencias, y ha sido lanzado a un agujero negro y miserable como una rata, como un animal inmundo, sometido a todas las bajezas y todas las indignidades, reducido al fin último de la sobrevivencia, temblando cada noche al imaginar su destino, la cercana posibilidad de ser enviada a un infierno donde el final sea atroz e inevitable.

 

Hace dos años que enfrento un divorcio. Y cuando digo divorcio no hablo solamente de una separación legal, me refiero a la enorme dosis de odio y deseo de venganza que toda separación violenta conlleva, al resentimiento desbordado y el irreprimible anhelo de exterminio que las emociones descontroladas implican en cualquier relación que se rompe con dolo. He vivido la trayectoria de este proceso precisamente como el viacrucis de un judío en tiempos de los nazis, transitando de estación en estación, cada vez más devaluada, de la marginación al despojo, del despojo a la precariedad, de la precariedad a la sobrevivencia, de la sobrevivencia a la absoluta indignidad.  Como los personajes de la película de Spielberg me siento sumida en una cloaca, con el agua sucia hasta el cuello, tratando a duras penas de respirar, oculta y temblando, temiendo la abrupta aparición de los soldados nazis, mi definitiva deportación a un campo de exterminio.

 

Con el divorcio lo he perdido todo, como esos hombres y esas mujeres de la Polonia invadida durante la segunda guerra mundial. He perdido la vida que tenía, mis recursos económicos, sociales y emocionales, mi rutina cotidiana, mi familia, mi sentido de existencia, mi sensación de pertenencia, mi identidad, mi dignidad, incluso la salud y la estabilidad mental. Como uno de esos judíos he sido lanzada al ostracismo social, he sido declarada una escoria y tratada como tal, como un ser infrahumano, sin reconocimiento de su dignidad, sin derechos de ninguna índole. Al menos es así como me siento en lo psicológico, en lo emocional.

 

En alguna parte de mis diarios de los últimos meses he escrito que esta separación ha sido devastadora, como un tsunami, como una bomba atómica. Y es verdad, es así como me siento ahora, completamente devastada, como si mi vida entera hubiera sido arrasada por una fuerza descomunal, como si al centro de mi existencia misma hubiera tenido lugar un holocausto universal que no ha dejado nada sino despojos, desolación, un llano aniquilado y humeante al término de una guerra brutal, inhumana. Devastación, creo que no hay otra palabra para describirlo mejor.  

 

No ha sido un ejército nazi de soldados despiadados el que ha perpetrado mi aniquilación, no ha sido un dictador psicópata y totalitario como Hitler, ni una sociedad entera que con su silencio es cómplice del asesinato y la deshumanización. Pero se siente igual. El odio y la intolerancia se han vuelto en nuestros tiempos posmodernos expresiones de los totalitarismos emocionales que tienen lugar en el espacio íntimo de las relaciones. Hay pequeños dictadores fascistas ocultos en las psiques de muchos de nosotros, dispuestos a desatar guerras mundiales, campañas militares sin compasión ni tregua, capaces de incendiar ciudades enteras, levantar campos de exterminio, construir hornos crematorios para incinerar las emociones, la psique entera, la autoestima, la identidad, la dignidad y el sentido de la existencia misma.

 

Hay odios tan profundos y enraizados a nuestras historias personales, que son capaces de desatar debacles universales, de perpetrar el exterminio de la individualidad con saña, con un deseo vehemente de deshumanizar, de reducir a la nada. Hay divorcios que se sienten así, como terremotos que nos destruyen hasta la raíz, verdaderos holocaustos personales.

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Eréndira Svetlana

Escritora de corazón, intensa y mordaz, llena de historias de supervivencia. Transita entre el amor desmedido y el odio selectivo. Digna representante de la Generación X con un toque Millennial.

Los Calzones de Guadalupe Staff

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Tags  divorcio, holocausto, depresión, desamor, separación, Eréndira Svetlana

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