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Fallas de percepción

FUENTE:  Pinterest                                

Por Daniela Rivera

JUNIO 5 2018

Daniel Krauze es el genio detrás del exitoso guion de Luis Miguel la serie, sí, así como lo oyen. Yo no lo sabía, me enteré hace poco leyendo una reseña sobre este aclamado producto de Netflix. Lo que sí sabía es que Daniel es hijo pródigo de Enrique Krauze, intelectual admirado y admirable de la élite letrada de este país, es también escritor como su padre y tiene 36 años. Yo he leído de él sólo un libro, su tercera obra publicada, se llama Fallas de Origen y realmente me pareció que valía la pena comentarla en este espacio.  

 

Fallas de Origen es una novela que atrapa la atención de inmediato, casi se lee de un solo impulso, es una historia breve sobre los avatares de un joven mexicano, chilango, de clase alta, que vuelve a México después de algunos años de estancia en Nueva York para reencontrarse con su pasado, con las cuentas emocionales pendientes que dejó aquí. El motivo de su regreso es la enfermedad y posterior muerte de su padre, de manera que la novela gira desde un principio en torno a la relación del protagonista con la figura paterna y la debacle psicológica que representa para él la pérdida  de ésta.  A través del relato de los sucesos inconcebibles de un fin de semana catártico y caótico en el que Matías, el protagonista, busca saldar cuentas con los fantasmas de una juventud desbordada y dolorosa, la novela retrata la frivolidad y el vacío desquiciante de una sociedad decadente, la que conforman ese círculo social al que tanto el autor como el protagonista pertenecen, la pequeña élite privilegiada radicada en el distrito federal, compuesta por esa fauna peculiar, tan conocida en nuestro medio, la de la clase pudiente de nuestro país, en la que caben desde los intelectuales de todas las máscaras y filiaciones ideológicas hasta los políticos más corruptos y encumbrados del sistema, pasando por una corte innumerable de empresarios de siempre y nuevos ricos, comerciantes de todas las estirpes, artistas, funcionarios, deportistas y otras figuras del espectáculo y el escándalo local.

Al hacer el recuento de las andanzas de juventud del  protagonista de su novela, Daniel Krauze hace  tal vez sin pretenderlo, un repaso de la banalidad y el absurdo de este grupo social, de la monstruosidad de sus hábitos de vida y la mentalidad que les da sustento, una mentalidad regida por el individualismo, la egolatría, la autocomplacencia, el malinchismo y la discriminación orientada por la adoración a los usos y costumbres norteamericanos; todo ello como eje rector de la conducta cotidiana de esta élite, la élite que dirige, administra, organiza, entretiene y da empleo (o mejor dicho, maldirige, maladministra, malorganiza, enajena y mantiene en la pobreza) al resto de un país sumido en el subdesarrollo y la catástrofe social, la élite que flota a salvo narcotizada (de facto tanto como metafóricamente) sobre la superficie de una sociedad que se desangra en las calles  y exhibe impúdica el drama de sus 200 mil muertos en los titulares internacionales.

Matías (igual que Daniel Krauze) es un miembro de este clan privilegiado. Es un joven que ha egresado de una de las universidades privadas que educan a los herederos del poder de esta clase, ha estudiado comunicaciones en la Ibero. Hasta el momento en que esto sucede  ha vivido una infancia, una adolescencia y una primera juventud rodeado tanto de los privilegios como de la cerrazón de este círculo, y desde luego las etapas de su vida no han estado carentes de su propio drama familiar. Vive en una casa en el Pedregal, su madre, fría y distante, es hija de un empresario local, su padre, amoroso y culto, es psicoanalista de éxito; tiene una hermana, con la que no convive, tiene sirvientes, que son como sombras sin rostro,  tiene un perro, al que él quiere pero no puede evitar que su mundo lo convierta en algo más que un objeto, tiene lo que él cree que son amigos de toda la vida, y ha tenido también una novia a la que lo unen más los hábitos del sexo adolescente y los estereotipos de su clase que un sentimiento profundo.  Creciendo en este contexto ha aprendido de la vida sólo lo que su pequeño mundo le ha podido enseñar: a saber, que la amistad no es identificación y solidaridad sino sometimiento a un código de género dominado por la fuerza y la violencia, que el amor y la pareja no son formas de expresar y compartir el mundo sino requerimientos fisiológicos y sociales, que la familia no es origen y núcleo de identidad sino el vacío insondable de un hoyo negro del que se busca escapar a toda costa.  Es precisamente el deseo de escapar de la soledad de este vacío al que lo ha condenado su sociedad, lo que lleva a un al confundido y rebasado protagonista de esta novela a huir a Nueva York a sus 22 años, a decantar en otras tierras y en otra lengua durante seis años un dolor que no puede siquiera confesarse. Matías ha huido de su mundo sin saber muy bien porqué, pero seguro de que no va a volver. Es la enfermedad de su  padre la que lo obliga a regresar.  La muerte de éste a los pocos días de su regreso le va a orillar además a permanecer en su propio a país, a enfrentarse con la necesidad de desentrañar los nudos en los que la historia de su vida sigue detenida y enredada, nudos que sólo puede desenmarañar ajustando cuentas sentimentales con lo que queda de los personajes que poblaron la trama de su película personal, destronando a sus fantasmas, desbaratando como un niño emberrinchado las piezas dislocadas y maltrechas de un mundo que ya se cae a pedazos.

Es verdad que el libro tiene un ritmo narrativo vertiginoso y atractivo que captura la atención del lector desde la primera página. Una historia contada con la cadencia que los eventos narrados reclaman. No hay otra forma de relatar la pesadilla de un fin de semana de reencuentros sociales, desencuentros sentimentales, traiciones sexuales, desajustes emocionales, violentas peleas con los amigos y desgarradoras catarsis familiares, todo ello enmarcado en un desenfreno de drogas, alcohol, sexo, antros, fiestas y moteles, golpizas atroces, descalabros insoportables y autos conducidos a la misma velocidad con que el protagonista quiere acabar con los restos de su mundo, la vertiginosa e inconfesable velocidad del miedo.

Sin embargo, me atrevo a opinar que al final, lo único que sostiene en pie a la novela y lo que se vuelve por lo mismo su talón de Aquiles para la crítica, es precisamente el ritmo que mantiene, los hechos específicos que relata y la violencia que encierran, una violencia que estalla en todos los órdenes a través de las páginas del libro, y a la que nadie puede permanecer indiferente. Al final es sólo el morbo del lector ante el espectáculo decadente de la debacle psicológica y social de un individuo desquiciado y solitario lo que mantiene el sórdido interés y la impaciencia por dar la vuelta a la página. Porque el resto de la intención se pierde. Lo que en un principio parece apuntar hacia el recuento juicioso y la crítica descarnada a la superficialidad irresponsable de una élite social perversa en sus juicios y sus actos frente al drama de un país sumergido en la pobreza y la violencia, subyaciendo impotente bajo los abusos y el estilo de vida desenfrenado de su clase dominante, acaba siendo sólo la recapitulación autocompasiva y autocomplaciente de los episodios sórdidos de la vida insignificante y absurda de uno más de los miembros de esta clase.

 

A lo largo de las páginas la dimensión social se disuelve,  el espejo de una realidad total que aspira a ser toda novela acaba reflejando tan sólo la imagen diminuta y ambigua de su protagonista. Una imagen que no es tampoco el retrato universal de la condición humana como quiere Fadanelli en su crítica. Porque los detalles pictóricos de las profundidades del dolor humano y los abismos sangrantes de la soledad y la resignación que a fin de cuentas pretender retratar todo escritor, en la novela de Daniel Krauze se han desvanecido ya para el último día del relato, el día de la resurrección, el Domingo. En la última escena de la novela, cuando Mateo ha cruzado ya todos los círculos de su infierno particular y finalmente desciende al purgatorio de los recuerdos desenterrados rodeado del paisaje ceniciento y desolado de los míticos volcanes que enmarcaron su infancia y su adolescencia burguesa y chilanga, la pena como ejercicio de trascendencia de lo humano y el vacío como condena y castigo de la vanidad y la anodinia social, se han desdibujado por completo de la trama, en aras del vértice de acción y morbo que sostiene y da fuerza a la novela, en aras de la descripción sucinta y vacua de un fin de semana de excesos desquiciados y violencia perturbadora, muy atractiva para el lector contemporáneo, pero carente de todo sustento ideológico y moral.

 

El joven de 27 años que se nos describe hundido en la desesperanza y la tortura de la autoinmolación a las faldas del Popocatépetl, buscando entre sus recuerdos de infancia algo que justifique el devenir trágico de su historia, no es nada sino eso, un aristócrata chilango cercano a la treintena, crudo y trasnochado, golpeado y disminuido hasta la náusea, víctima y victimario del absurdo de su pequeño mundo banal, un mundo poblado de otros como él, cuasitreintañeros vacuos y superficiales, cocainómanos sadomasoquistas, adictos al sexo y a la vida nocturna y vampírica de los antros y las fiestas en las casas y los restaurantes de las colonias de gente acaudalada del distrito federal, desalmados e inconscientes, amorfos,  empaques vacíos con facciones humanoides, zombies de las marcas y el dinero sin historia auténtica, sin ideología ni personalidad propia, ciudadanos eternos del desarraigo. Todos ellos náufragos de la decadencia social de una clase que se narcotiza, se divierte, se envanece glotona e insaciable de sus privilegios y de sus bienes materiales mientras debajo de su mierda un país envilecido y pobre se despierta todos los días a la realidad sin ambages de sus 200 mil muertos.

“Todos traicionamos la promesa de nuestro mejor destino”, reza la frase que da inicio a la novela, la frase profética que el padre del protagonista lanza al aire de una mañana fría y con olor a azufre en la que un Matías de 10 años, todavía inocente y despreocupado,  juega y se deslumbra con la nieve acumulada en las faldas del volcán. La misma frase que al final recuerda el Matías de 27 años, el que ya ha perdido la claridad y el rumbo, la frase que quiere ser también corolario y apotegma de la historia.

A la vista del panorama social que subyace en el fondo de la novela, la frase tal vez debiera ser otra: “Todos, incluso los intelectuales, los de derechas y los de izquierdas, los justos y los aberrantes, los anarquistas y los demócratas, los conformistas y los renegados, los reformistas y los abnegados, todos, todos sin excepción traicionamos la promesa de un mejor país.”

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