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Escribir

por Eréndira Svetlana

 

Escribo todos los días, desde hace muchos años, todos los días. Escribo aun cuando no estoy escribiendo, cuando lloro, cuando leo, cuando observo, cuando vivo simplemente, mientras todo eso sucede hay una voz en mi mente, una voz que piensa lo que pasa como si estuviera siendo escrito, como si se transcribiera el acontecer cotidiano y el acontecer excepcional a ese otro transcurrir, el transcurrir de las palabras. El acontecer de las palabras es algo más mío, uno con el que estoy mucho más familiarizada, es mi universo, me pertenece, me muevo en él con toda facilidad y con toda libertad. Es el único universo en el que puedo fluir, del mismo modo en que el agua de un río fluye. Las palabras son mi delirio personal, escribir es mi forma de estar en el mundo, mi propia locura.

 

Aquel que cierra los ojos y da la espalda al mundo, el que se abandona a su propio delirio, está loco de antemano. El que se lanza y se pierde en su vacío ha cedido ante la locura. No hay nada ni nadie que pueda salvar a alguien así, alguien que ha decidido ser arrastrado por una pasión insana. Surgirán libros tal vez, o tal vez no, pero las palabras van a estar ahí siempre, anudadas y enmudecidas, gritando sobre las páginas, gritando su demencia y precipitándose hacia la nada, o hacia historias remotas y otros tiempos que nadie ha visto aún, esperando encontrar quien las lea, quien las escuche, quien se deje llevar por su agonía, hasta el último estremecimiento, hasta la muerte.

 

Escribir es ir hasta la muerte, viajar con los ojos cerrados hasta su confín último, y no tener miedo de hacerlo, es estar dispuesto a morir con las palabras, a hundirse en esa muerte profana.

Escribir es también desnudarse y sentir el frío, sentir las puñaladas del hielo, sentirse profundamente solo en medio de la oscuridad y la crueldad de ese hielo. Cuando escribo estoy desnuda y tengo miedo, tengo frío, cualquier cosa puede suceder, lo peor es el vacío y la nada, lo peor es enloquecer, y es también el mayor deleite, enloquecer al margen del mundo, al margen de sus reglas y sus supuestos, en un mundo alterno, un universo propio, creado por la propia mente, por sus turbulencias, su bruma espesa.

 

Hace muchos años que escribo, que enloquezco cada día, me abandono a las palabras y le doy la espalda al mundo, me abandono a la soledad del que escribe, la más honda, la más indescriptible. Cierro los ojos mientras escribo, porque así llegan más puras las imágenes, así acuden al recuerdo más nítidas las sensaciones, y es posible volver a sentir, volver a doblegarse por el llanto y el dolor, como un vicio, como un delito inconfesable, perder la cordura por un instante que dura muchas horas, que dura muchos años.

 

Escribo sobre mi madre, sobre mi padre, sobre la locura, sobre el amor y los hombres que he conocido, sobre los niños y el silencio, sobre el volcán desnudo en el horizonte violáceo, sobre su vehemencia y su imagen deslumbrante. Vuelvo a cada instante del crepúsculo cuando escribo, cuando enloquezco, repaso cada segundo y camino muy despacio sobre un sendero estrecho que está siempre a punto de desbaratarse. Me olvido de quién soy, de quién debo ser, solo escribo. Escribo sobre todas esas cosas para enloquecer, para recuperar la razón que no hubo nunca en la historia de mi vida. Escribo sobre mi madre para darle un sentido a ese acontecer sin orden y sin estructura que es su maternidad, su propia vida, una vida deshilachada, que no tuvo dirección, que no tiene nunca eje, solo vertientes, largas y sinuosas vertientes regadas por la tierra, sus hijos, sus historias desmembradas, siempre inconclusas, sin forma, historias inacabadas, como pequeños deseos, burbujas que se rompen, que han durado tan sólo un par de segundos.

 

Escribir no tiene sentido. Yo sé eso. Siempre he sabido eso, que no hay sensatez en la labor de escribir, no es una forma de vivir. Lo saben todos. Escribir es tal vez sólo una forma de morir, porque la locura también es la muerte. No hay objeto en el acto de escribir, no se logra nada recreando la vida. Mi padre lo sabe, lo sabía cuando me decía que eso no era un oficio, "no es un trabajo, es un pasatiempo", decía, "se debe tener una carrera universitaria, un verdadero trabajo, y luego escribir si se quiere, en el tiempo libre". Amé siempre a mi padre, no pude nunca contradecirle, pero le odiaba cuando decía eso, cuando afirmaba que escribir no era realmente nada. Escribir es algo papá, es enloquecer de odio, de rencor, de amor, es agonizar de llanto y de rabia, es morir todos los días, es algo, algo en realidad.

 

No fui nada de lo que mi padre quería, aunque traté siempre, trataba, algunos años con más empeño, con más miedo de él, no fui tampoco nada de lo que imaginé que sería, de lo que quería para mí misma. Pero soy escritora, aunque nadie lo sepa, aunque nadie pueda asegurarlo, soy algo, escribo, enloquezco cada hora de mi vida en esta hazaña autoimpuesta, con esta penitencia, muero cada día.

 

Soy eso, la muerte, la locura, el vacío de mi padre, todas sus contradicciones juntas, soy la historia de esta familia, sus retazos inconexos, soy eso, nada, se puede ser eso en la vida, cumplir ese cometido, no ser nadie, no ser nada, para que quede constancia de que una vida humana puede también ser solo eso, un transcurrir de las palabras que no es nada, un sentir todo el tiempo, traer el llanto en la garganta, y dibujarlo sobre las páginas, sin orden, sin estructura, como era el llanto de mi madre durante las madrugadas, como son todos los llantos del mundo, oscuros, delirantes, sombríos, sin significado, sin sentido.

 

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Eréndira Svetlana

Escritora de corazón, intensa y mordaz, llena de historias de supervivencia. Transita entre el amor desmedido y el odio selectivo. Digna representante de la Generación X con un toque Millennial.

Los Calzones de Guadalupe Staff

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Tags   escribir, soledad, escritora, Eréndira Svetlana

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