Esa mañana de primavera
por Gerardo Bustos
Esta mañana mi madre me sorprendió con una noticia. La entrada de la primavera y la posición de la luz del sol sobre la cama ya son razones para entusiasmarme. Nadie, excepto ella, entiende lo mucho que me gustan los colores.
Empieza a madurar el día, y la sombra del sofá que está a mi lado se instala en las almohadas enfundadas en ese blanco puro, mientras mi madre se apresura a traerme el desayuno. Disfruta acomodarse en el sillón para observarme comer detrás de la mesilla que a veces usa para procurarme.
No soy pintor, no sé dibujar, no tengo habilidad para combinar matices o equilibrar gamas, pero ella sabe que veo las cosas de manera diferente, como cuando el rojo me anuncia los viernes que mi padre viene a casa, enojado, triste o apurado.
Mi madre, en cambio, irradia un naranja vivo. El encanto le brota de los ojos, de la boca, de los pasos… de las palabras. Cuando se enoja con él su vibrante naranja se transforma en un ocre terroso, el mismo que envuelve al viejo.
A la vuelta de la casa, que habitamos los tres, como un tesoro al descubierto, refulge el jardín del parque, donde la familia de los verdes se revela: el cetrino húmedo pegado a las cortezas se emparenta con el verduzco de las rocas enmusgadas y el de los pequeños lirios que se resisten sutilmente al paso del agua. Desde las copas de los árboles caen al piso, como si fueran gotas, hojas pálidas que amarillean el pasto, como las marcas que le afean la espalda y los brazos a mi madre, que no sabe que le he visto cuando anda distraída.
Hoy es un jueves aperlado y mi mamá me ha dado un fuerte abrazo ceniciento, pero no estoy triste, más bien contento porque ya no habrá más viernes bermellones ni agrios.