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Envejecer con estilo

por Mariana Tristán

 

Cuando tenía 23 años y trabajaba a marchas forzadas en un gran hospital de concentración, conocí a una mujer hermosa como pocas veces había visto en la vida real. Era una mujer espectacular, con una belleza del rostro casi irreal, una perfección de la figura y las maneras que dejaba sin aliento, de esas mujeres que todos voltean a ver cuando aparecen repentinamente en algún lugar.

 

Cuando apareció por el corredor de urgencias de ese enorme hospital, todos dejaron sus ocupaciones y por un segundo voltearon a mirarla pasar en medio del caos que era todos los días la sala de urgencias. Lo más curioso de todo esto es que aquella mujer en ese momento tenía cerca de 70 años, venía  en  silla  de  ruedas, llevada por un apuesto y pulcro guardaespaldas, desde luego, e iba aquejada de lo que algunos minutos después le sería diagnosticado como un connato de infarto al miocardio, afección que ella sólo manifestaba con una leve palidez de aquel bello rostro y un delicado gesto de aflicción que sobrellevaba con una elegancia inconcebible para la ocasión.

 

Aquella mujer nos conmovió de alguna forma a todos los que presenciamos el evento en esa ocasión –no solo por su belleza deslumbrante– sino también por su garbo, su porte y su elegancia, porque no es cosa menor estar al borde de un infarto al corazón y mantener el estilo a los casi 70 años. En ese tiempo de juventud desbordante y rebelde, poco me importaba a mí la vejez y sus dolencias, eran a esa edad casi infantil, claro está, una posibilidad todavía muy lejana, y necios e insensatos como suelen ser los jóvenes de cuerpo y alma, me tenía sin cuidado llegar a los 50, o a los 60 o a los 70, pero sobre todo me tenía sin cuidado la forma o el estado de salud o de apariencia en el cual llegara a esa remota edad.  

 

Sin embargo conocer a esa mujer fue algo que definitivamente dejó una huella en mi memoria, y algo muy recóndito se removió en mi conciencia desde entonces, una especie de temor, un pequeño terror a la edad, a la pérdida, pero sobre todo a la posibilidad de estar en esos zapatos, los zapatos que nadie desea ponerse, los de la vejez, la pérdida de la salud, la lozanía y la belleza, la seguridad y la fiereza que otorgan los años jóvenes, ese insensato sentimiento de que uno es invencible, incluso ante la cercanía de la muerte.

 

¡Qué tiempos aquellos en los que me sentía invencible y poderosa! Tiempos en los que –sin serlo realmente– me sentía hermosa e inalcanzable, por el solo hecho de ser joven, de estar en la plenitud de un momento que es tan corto, tan esquivo. Han pasado muchísimos años después de eso, muchos en verdad –más de los que me hubiera imaginado– porque a esa tonta edad pensaba que nunca llegaría a los 40, que eso era ser demasiado viejo, que antes que eso me sucediera me suicidaría o simplemente me desvanecería de la faz de la tierra por arte de magia. No me juzguen mal, es que yo nací en un tiempo en el que la esperanza de vida promedio no era tan alta como ahora, y tener 40 años o más era algo así como estar prácticamente desahuciado.

 

Ahora me doy cuenta –como todos los que cruzamos la temible barrera de esa edad– que somos realmente unos niños de pecho a los 20, que los años vuelan, que la juventud está sobrevaluada, que además pasa en un santiamén y eso es en realidad una bendición, y que envejecer es un arte complicado que nadie nos enseña. Sobre todo, envejecer con estilo, con dignidad, sin perder la elegancia y el aplomo, guardando las maneras y las formas, con apenas un gesto de aflicción simulado en nuestra apariencia, como aquella mujer de la sala de urgencias en mis años de juventud.

 

La recuerdo especialmente por ello, no tanto por su belleza y su figura esbelta, que al fin y al cabo es una cualidad con la que naces o no para tal caso. Aquella mujer dejó una huella firme en mi consciencia por la elegancia y el aplomo con los que sobrellevaba la enfermedad y la vejez, porque a pesar de ser una mujer de la tercera edad –como ahora le llaman eufemísticamente a ser viejo– su garbo y su estilo estaban intactos, eran aún más dignos y llamativos que los de una veinteañera como era yo en aquel tiempo.

 

La juventud es un bien preciado, no hay duda, pero es un bien que a todos se nos otorga, a nadie se niega en algún momento de la vida esa cualidad y esa belleza. Pero la belleza de la vejez es otra cosa, eso es algo que cada uno se forja, y llegar a la vejez con elegancia y dignidad es un arte cada día más escaso, una facultad que sólo a unos cuantos se les da.

 

Ahora todos mueren por ser eternamente jóvenes y bellos, eternamente atléticos y atractivos, todos desprecian el deterioro de la apariencia, las arrugas en el rostro, el pelo encanecido, la flacidez inevitable del cuerpo. A nadie le interesa la conversación sabia y atemperada de un hombre o mujer de la tercera edad, a nadie interesa lo que los viejos tengan en mente. Vivimos un mundo veloz y rudo, donde la juventud es reina, son dioses la belleza y la apariencia, ser audaz y arrebatar el bocado lo es todo en nuestros tiempos.

 

Por eso envejecer con elegancia y con gracia se ha vuelto una cualidad escasa que tampoco nos interesa, especialmente a las mujeres, para quienes la presión incesante de la publicidad y los medios acaban siendo un agobio insoslayable. Envejecer con estilo es una virtud que ya nadie practica, y es un arte difícil, como dije, es un oficio duro que nos lleva toda una vida aprender. Pero vale la pena, especialmente en los tiempos que vivimos, en los que todo se desvanece pronto, todo cambia, todo se desprecia.

 

Lo único capaz de perdurar en el tiempo es lo trascendental, el espíritu, las convicciones, la fortaleza del carácter, la actitud tenaz frente al absurdo y el sinsentido. La única forma de dar batalla a la estupidez y la banalidad de nuestro tiempo es mantener las convicciones y las formas, hacer oídos sordos a las tendencias de moda, permitir al cuerpo y al alma cursar las etapas de la vida con la naturalidad debida, darles a cada cual su tiempo y su espacio, sosegar el alma cuando los años pasan, envejecer con gracia y con elegancia, como se hacía antes, como es debido, con soberbia y dignidad, sin perder nunca el estilo.

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Mariana Tristán

Melancólica apasionada, publicista y lectora voraz, intenta sobrevivir en un mundo donde el sexo y la menopausia no son compatibles. Ávida de experiencias excitantes y cercanas con su mercado meta.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   envejecer, edad, autoestima, estilo

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