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En Regina

FUENTE: Pixabay

Por TONATIUH ARROYO   

Mayo 08 2018

 

Hoy no busqué a Ireri, se me va el tiempo y no he podido hilvanar una historia…

 

Con la pesadez del sueño a cuestas, sin poder aguantarme más las ganas de orinar, me levanto de la cama tanteando entre la negrura que llena la habitación. Irremediablemente, tengo que echarme a andar por el pequeño pasillo que conduce al baño. Prefiero mear sentado con tal de no encender la luz.

 

De vuelta en la cama, ladeo el cuerpo con la certeza de que no podré dormir otra vez. Pienso en el celular, en las llamadas y los mensajes que no he contestado desde ayer. Intento quedarme quieto como si no pudiera moverme; me concentro en el ritmo pausado con el que se inflan y desinflan mis pulmones. No tengo que esperar la entrada franca de la luz de la mañana para sentir la angustia que me provocan todos mis pendientes.

 

El tiempo pasa lento y en unas horas deberé asumir con resignación el hormigueo en las manos y los brazos, la resequedad en la garganta y el dolor de cabeza. No recuerdo bien lo que pasó ayer en El Costa ni si caminé las doce cuadras que separan el bar de mi departamento, en Regina, ni lo que pasó con Ireri.

 

Tengo mucha sed. Voy al refrigerador, pero no hay nada más que restos de atún y mayonesa en un plato. Doy unos pasos hacia el fregadero y pego la boca al grifo antes de abrirlo para succionar el agua que arrastra el sabor de la tubería oxidada.

 

De camino a la recámara, tengo la sensación de que estoy en la casa de alguien más. Extraño el condominio al sur de la ciudad, cuando vivía con Cecilia y los niños, antes de ser exiliado del establishment de la vida ordenada, de la civilización unamita eco y progre, de la repetición ad nauseam de la rutina con sentido.

 

Ahora vivo en el Centro, pero para mí es más bien como vivir en uno de los tantos extremos que tiene esta ciudad monstruosa y desequilabrada, discordante desde Tlalpan hasta Azcapotzalco; desigual desde la Condesa hasta la Balbuena. Al menos, las noches en Regina son espesas, más idóneas –cuando puedo hacerlo– para conciliar el sueño.

 

Me llegan algunos flashazos de la tarde con Ireri en El Costa, de su inusual disposición para beber; del “Bómboro quiñá quiñá” que salía de la vieja sinfonola Wurlitzer 1600, ubicada al lado de la barra; del reflejo en el espejo del baño de mi cara de “clavel marchito” (“morada y seca”)  –como dice Ireri–; de la embriaguez de los burócratas encorbatados que se acomodaron en una mesa detrás de nosotros, luego de una jornada más de inanidad frente a sus computadoras.

 

Ya está amaneciendo, y la mañana estival en Regina es una repetición de las anteriores. Me levanto para prender la máquina y terminar la columna que empecé ayer, a pesar del malestar. Me siento frente a la pantalla y pongo las manos sobre el teclado para simular que puedo hilvanar una historia. El tiempo ahora ha empezado a acelerar la marcha y soy incapaz de producir siquiera una línea. Otra vez tendré que chutarme la perorata del editor por una solicitud más de prórroga. Me regreso al cuarto y me tiro nuevamente en la cama. Tengo frío y sueño.

 

***

Cuando despierto, me doy cuenta de que la mañana se ha consumido. No he comido desde ayer, pero no se me antoja ir a ninguna de las fonduchas que rodean el Mercado de la Merced. Espero acostado a que pasen más horas para volverme a acomodar ante el monitor de la computadora con la esperanza de que se me ocurra algo. No me gusta escribir.

 

Se me fue mucho tiempo en hacerme pendejo. Marco al periódico y no pasa nada que no predijera antes. Son más de las cinco, me meto a bañar y luego me pongo una camisa y un pantalón que recojo del montón de ropa que está en el suelo. Me pongo la chamarra y tomo el paraguas antes de salir.

 

Camino un par de cuadras hasta Correo Mayor. No falta mucho para que empiece a llover y le hago la parada a un taxi. A través de la ventanilla acribillada por las gotas, veo cómo la gente se guarece debajo de las cornisas. El tránsito se hace lento. Al menos llegaré a El Costa seco.

Hoy no busqué a Ireri. Ahora, en la sinfonola se reproduce “Si me comprendieras”, en la voz apacible de José Antonio Méndez. Al mesero se le escapa un bostezo, mientras limpia mi mesa por tercera vez en menos de una hora. Pido la cuenta y me despido. Camino hasta la puerta con un ligero bamboleo. Afuera, emprendo la marcha por Pino Suárez con la intención de caminar las doce cuadras hasta el departamento. Dormiré poco de nuevo.  

En Los Calzones de Guadalupe contamos historias para desnudar el alma

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