El relato del odio, y Adame y Trejo
por Tonatiuh Arroyo
Días atrás, leí en alguna parte una afirmación de Rosa Montero que me pareció interesante: “Nuestra vida es un relato, una construcción imaginaria… dependemos de la imaginación para sobrevivir”.
Para la autora española, la facultad humana de imaginar es lo que le da sentido a nuestra existencia, pues gracias a esta nos es posible recrear los recuerdos que nos hacen ser quienes somos; es decir, nos sirve para ordenar la memoria y, en consecuencia, construirnos una identidad.
Entonces, me pregunto, ¿qué estamos imaginando?, ¿cuáles son los recuerdos que estamos recreando, que nos han conducido a construir ese relato del odio del que se ha impregnado el inconsciente colectivo? ¿Por qué ese impulso se ha vuelto para nosotros un rasgo de identidad?
Y es que odiar en nuestros días, al margen de lo censurable que sea para la doctrina religiosa o moral judeocristiana —que mandata amar a Dios y al prójimo como a sí mismo o poner la otra mejilla—, es una práctica habitual de la que, incluso, algunas personas se valen para granjearse estimación.
Los odiadores pululan en televisión, YouTube, Facebook, Twitter, foros, chats, etcétera, y también sus audiencias. Quizás por eso, el conflicto entre Alfredo Adame y Carlos Trejo ha encontrado en esos espacios tierra fértil para prosperar, pues abona a la redacción de esa novela del resentimiento que se hace cotidianamente.
Pero la trascendencia del pleito entre Adame y Trejo se ha dado, también, porque juntos forman una mancuerna muy briosa y equilibrada, lo suficientemente competente como para protagonizar una más de esas microhistorias de hostilidad que, entretejidas, le dan cuerpo a ese gran relato del aborrecimiento.
Hablo de una dupla en la que ninguno de los miembros sobresale: ambos tienen fortaleza para resistir la sorna; los dos —luego de ser expectorados por las televisoras— han sido hábiles para encontrar rendijas mediáticas por dónde colarse para expresarse; tanto uno como otro han dado muestra de ser resilientes —al superar el vilipendio; los engaños y decepciones amorosas; los divorcios, y hasta la cárcel—; son fabuladores de mediano alcance pero de probada trayectoria, y, por supuesto —aunque de manera rústica— se han adherido a esa construcción imaginaria del odio como recurso de supervivencia.
Ante todo eso, vuelvo a la afirmación de Montero en cuanto a que si la imaginación es algo así como el cemento con el que se van pegando los tabiques de nuestras reminiscencias, que luego dan lugar a la edificación de una obra monumental: un cuento o una historia, en los que nos es posible reconocernos a nosotros mismos como individuos, primero, y como integrantes de un conglomerado social, después, ¿cuáles son las cimentaciones y estructuras que habrá que remover para imaginar un relato más confortador de nosotros mismos?
Concluyo que, igual que Trejo y Adame, lo que nos queda como protagonistas de nuestros relatos de vida es mantenernos en movimiento —de hecho, esa es la dinámica que implica vivir—; es decir, continuar narrándonos hasta que nos dé el tiempo. Que cada uno siga imaginando, reinventando su memoria, contando su novela, diciéndose a sí mismo quién es y lo que le afecta, pero con disposición para hacerse partícipe de historias diferentes edificadas en el perdón, la compasión, la solidaridad, el amor y, sobre todo, la cordialidad.
