El irlandés
por Artemisa D. Covarrubias Zamora
Lo primero que todos vieron fue su pelo rojo. El supuesto padre dejó de llorar y por un momento se arrepintió de su regreso apresurado al buen camino, después de haber sido tan cabrón y tan hijo de la chingada.
Le había encontrado la belleza a la piel de su preñada esposa, el olor dulzón del sostén cuando se lo quitaba al final del día. El cabello lustroso y abundante cayendo por su espalda cada mañana, cuando ella se sentaba a la orilla de la cama y esperaba sabe qué cosa, en silencio, meditabunda, con los ojos medio cerrados, ya en los últimos días, en los que se levantaba con lentitud, pesada con esas carnes propias y ajenas.
Los últimos días la veía con atención. Cuando se lavaba los dientes o se miraba en el espejo. Concentrada siempre. ¿Qué había más allá de esa mirada? ¿Qué tanto calculaba? ¿Adónde iban sus pensamientos y por qué ya no se los contaba como antes?
Dejó de usar zapatos complicados de abrochar y ya no le ayudaba ni en esas pequeñeces ni para abrir la mermelada que le ponía a las tortillas de harina —ese gusto había sido desplazado por los verdaderos antojos del embarazo—. Su cuerpo joven se veía mejor enmarcado a la luz de la ventana. En ella no importaba la hora en que el sol la mirara, su piel reflejaba los tonos morenos y dorados impuestos por el embarazo o quizá siempre los había tenido.
Llevaba dos meses sobrio. “Ni una gota de alcohol”, prometió. Ya no más jaloneo, siempre en la cama después de las nueve. Y, sobre todo, la historia completa de la aventura con “la putilla esa”, como la llamaba su esposa.
Solo dos veces no llegó a la hora acordada. El festejo de cumpleaños de su amigo se extendió un poco más, y las cervezas y el baile con las morritas le hicieron olvidar que ahora tenía un compromiso. Se quedó dormido en el carro, que se descargó por permanecer con las luces encendidas lo que restó de la noche y el inicio de la mañana.
Lo despertó un hombre de la basura, quien le pedía su domingo mientras el camión —con el ruidajo y el olor de los jugos fétidos impregnados en el metal del cargador trasero— se estacionaba al lado de su cochecito azul.
Su mujer no lo había ido a buscar. Estaba enojada, de seguro.
Los cristales no subían y el carro estaba muerto, como él. Lo sabía. Dentro de la casa, ella seguía dormida. La suerte le sonrió. Se metió en la cama y la buscó para abrazarla. Ella no se opuso. Esa era la prueba de su inocencia.
La segunda vez ni siquiera dependió de él. De esa ocasión no podía culparlo —y si no le creía… ¡allá ella!—, por más que no se pudieran explicar por qué lo encontró como Dios lo trajo al mundo, desnudo y sin ilusiones porque seguía borracho, sobre la pila de cemento del lavadero.
Esa vez ella solo soltó unas lágrimas, pero se calmó pronto. No fue como en las peleas pasadas, que duraba días sin hablarle y sin besarlo al despertar y al irse a dormir.
Quizá ella ya aceptaba que él era un buen hombre, por eso no comprendía ni podía explicarse en qué momento se habían invertido los papeles y había terminado viéndole la cara de idiota, si ella siempre era la agredida.
Ese niño no era de él. ¿En qué momento conoció a un güero pelirrojo?
Durante el silencio sepulcral de la sala de parto y al comienzo de los llantos del bebé, el hombre dio la espalda al que ahora era su pasado, y abandonó cualquier tipo de remordimiento que hubiera albergado durante tantos meses.
Al cerrarse la puerta, la mujer dejó escapar un suspiro y mirando al cielo, dijo: “¡Gracias, Dios!” Nunca le contó que sus abuelos fueron inmigrantes irlandeses, y eso la salvó de una vida desgraciada de casada.