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El gran durazno alado (o el último del corazón)

FUENTE: Pixabay

Por TONATIUH ARROYO    Abril 25 2018

En el siglo VII, San Isidoro de Sevilla, en Etimologías, la primera enciclopedia de la cultura occidental –dentro de la que destaca el libro IV, dedicado a la Medicina, y el XI, al estudio de la anatomía humana– se refería al corazón y sus dolencias, de acuerdo con los conocimientos que sobre este se tenían en la época medieval.

 

La inquietud por asomarse al interior del cuerpo, por supuesto, data de muchos años antes, y es observable en el legado histórico de sociedades más antiguas.

 

El afán de entender los componentes del organismo no sólo estaba motivado por la simple curiosidad; de hecho, la observación de los órganos internos también se realizaba con fines diagnósticos y terapéuticos, con el objetivo de desentrañar el complejo proceso salud-enfermedad.

 

Desde entonces, los dibujos anatómicos para los especialistas de la salud han sido importantes, pues gracias ellos fue posible saber más acerca de nuestro interior. Leonardo da Vinci y Andrés Vesalio son dos de los ejemplos más destacados en esa labor, ya que sus obras han sido consideradas “verdaderos logros del Renacimiento y de la ciencia médica”.

 

El conocimiento de la morfología, dimensión y estructura del corazón, plasmadas en papel, constituyó para los médicos una herramienta esencial en la comprensión de su función; sin embargo, la revelación de las distintas perspectivas de este músculo hueco también se extendió hacia otros ámbitos de la creación artística –la poesía, por ejemplo–, y la noción del miocardio como centro de la emotividad se fue nutriendo paulatinamente, hasta constituirse en una construcción simbólica.

 

Del otro lado del mundo surgió El secreto de la flor de oro, obra milenaria traducida por el sinólogo alemán Richard Wilhelm, que apareció en el horizonte del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung en un momento oportuno para él (en el que se sentía abrumado por los “cuestionables” resultados de sus investigaciones acerca de los procesos de lo que él denominaba inconsciente colectivo).

 

El efecto causado en Jung por esas páginas, cuyo origen se remonta a la tradición oral de la fascinante cultura asiática del siglo VIII (se tiene noticia de que el libro, como tal, se imprimió por vez primera hasta el siglo XVIII), fue al mismo tiempo luminoso y contundente para el progreso de sus estudios.

 

La traducción de Wilhelm repercutió en el psiquiatra de manera afortunada, pues el médico se maravilló al hallarse ante el descubrimiento de un conjunto de saberes que poco tenían que ver con la concepción cientificista del hombre que regía el pensamiento occidental.

 

Jung, quien para ese entonces (1929) contaba ya con varios años de trabajo en la construcción de hipótesis que pretendían explicar el intricado mecanismo de la psique humana, de pronto se maravilló ante un tipo de conocimiento que no se ajustaba a los límites rigurosos de las ciencias médicas y que explicaba de manera inédita, para él, la esencia del ser humano (en este caso, a través de la descripción del órgano que en las ciencias biológicas –dentro de las cuales se había formado– era descrito como “una estructura cónica, de cuatro cavidades, con un sistema eléctrico autónomo, cuya función era irrigar los vasos del cuerpo”):

 

El espíritu consciente mora… en el corazón. Tiene la forma de un gran durazno; está cubierto por las alas de los pulmones, soportado por el hígado y servido por las entrañas… es dependiente del mundo externo; si no se come por un día, se siente extremadamente incómodo; si oye algo espantoso, palpita; si escucha algo enojoso, queda paralizado; si se ve frente a la muerte, se torna triste; si ve algo bello, se torna enceguecido.

 

La impresión causada en Carl Gustav Jung por esa lectura resultó tan satisfactoria, que lo condujo a reflexionar de manera más profunda acerca de la dificultad de los occidentales –de los europeos– para entender otras culturas –particularmente la china–, y gracias al gran durazno alado, soterrado en las entrañas de El secreto de la flor de oro, Occidente pudo aproximarse a otra manera de concebir al hombre, a un modo distinto de percibir su espíritu y su contenido, desde una perspectiva distinta del mundo, de la naturaleza, de una realidad colmada de significados y repercusiones.

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