El encadenamiento
de los acontecimientos salvajes
por Mariana Tristán
Una noche perdí el deseo de vivir. Fue una noche muy oscura de un año sin nombre en el calendario. Debió ser a mediados de un mes lleno de rabia, lleno de vacío.
Era de noche, estaba sola en esa casa, las paredes se alejaban, las habitaciones se volvían corredores que se extendían hacia el infinito, luego laberintos sombríos. Era el año de la nada, no lo sabía entonces. Cada día abría los ojos y quería que todo terminara. Los años me pesaban, como si los llevara cosidos a la tristeza de estar viva, untados en la desesperanza.
Todos los que habían habitado esa casa se habían ido muy lejos, cada uno a una ciudad distinta. Mi imagen era la de un fantasma; a veces abría los ojos a la mitad de la noche y me veía a mí misma ahí, frente al espejo, pálida y fantasmal, con un respirar cavernoso que recordaba el eco del vacío. La imagen desaparecía al alba, cerraba los ojos un segundo y al siguiente se había ido, la luz se escurría por los recovecos de las persianas, el día se desplomaba entero sobre esa angustia, y yo solo quería morir, huir, salir corriendo sin detenerme, no mirar atrás, no volver nunca.
Era salvaje ese querer morir, era un sentimiento único, como un objeto puntiagudo y afilado, un objeto definitivo. En ocasiones, existen esos sentimientos desbocados, están dentro del pecho, se quedan ahí mucho tiempo, afilando las garras contra los muros, aguzando los sentidos, hasta que estallan en el corazón y lo desgarran por dentro para poder salir expulsados de su encierro.
Ese querer morir me salió del pecho una noche densa en la soledad de esa casa. Grité como no había gritado nunca, abriendo la boca todo lo que podía, sujetándome la cabeza; el grito rebotó en todos los muros y volvió hacia mí como un puño sobre el rostro, me miré en el espejo, estaba hueca, había envejecido milenios esa noche, mis ojos se habían vuelto negros y espesos.
Quise acabar con esa imagen para siempre, quise destrozarla con mis propias manos, le di un puñetazo seco y contundente al espejo, había trozos de vidrio por todas partes —diminutos y reflejantes—, con pequeñas imágenes distorsionadas que se negaban a irse. Había gotas de sangre, luego un hilo que se fue haciendo cada vez mas grueso hasta convertirse en un charco viscoso y rojizo sobre el mosaico impecable del piso. La carne del puño se había abierto como si una granada hubiese explotado por dentro, había esquirlas de espejo incrustadas en las heridas sangrantes, pequeñísimas partículas brillantes que aún me reflejaban.
Seguía ahí, en cada una de esas imágenes, los ojos muy negros, muy espesos, los cabellos despeinados sobre la cara, el rostro agrietado y seco, el gesto descompuesto por la rabia, como el de un animal salvaje que ha quedado atrapado en una trampa.