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por La Orgullosa

Los seres humanos somos imperfectos por naturaleza. Buscamos y buscamos al hombre o a la mujer ideal —de manera bizarra— y, cuando los encontramos, nos esforzamos por hallarles algo descompuesto, que no vaya con cómo somos, para desecharlos a la menor provocación.  

Obtenemos con esfuerzo —incluso con sufrimiento— un importante patrimonio material, y una vez habiéndolo alcanzado nos sentamos sobre nuestro cheslong minimalista de mil dólares a blasfemar contra lo absurdo y obsoleto de nuestra existencia.  

A veces, cuando —sin merecerlo— llega a nuestra vida una amistad que se vuelve entrañable, en el momento menos esperado la traicionamos con aparente descuido, y le echamos la culpa de nuestro cinismo y manera superficial de conducirnos. 

No pienso que todos los seres humanos seamos así; algunos deben existir que sí agradezcan con fervor cada minuto de vida, pero la verdad es que parecería que el camino hacia el aprendizaje de una vida feliz es un campo minado para muchos, y lo peor es que es a causa de ellos mismos.  

“No hay nada más difícil de soportar, que una serie de días buenos”, reza un dicho popular, y es cierto que mucha gente necesita el infortunio para sentirse a gusto. Entre los millones de seres humanos que poblamos la Tierra, hay un tipo de personalidad del que he elegido hablarles en esta ocasión.  

Se trata del amarguetas; es ese ser que pulula por todo el globo terráqueo buscando la infelicidad con entusiasmo y seguro de la autoridad de su sabiduría acerca de que “la vida debe ser, necesariamente, un asco”. Y ahí está él, a la vanguardia de la humanidad, para demostrarlo.  

El primer requisito para ser un amargueta es hacer responsable de sus desgracias personales a alguien más. Ay de aquel que se tope en su camino, porque será siempre el digno ejemplo de la maldad y la perversión que este individuo asegura ver en todos, a excepción de su propia persona. 

 

La destreza de un amargueta para arruinar su existencia va más allá de una simple acusación iracunda contra el mundo. La primacía de su razón por encima de la razón ajena es lo que confirma que todo a su alrededor se va está cayendo a pedazos, mientras que la ecuanimidad solo descansa sobre sus ilustres hombros. 

Es verdad que el optimista y el neurótico tampoco logran resolver la ecuación de la felicidad, pero el amargueta consigue con sus habilidades personales arruinar no solo la vida de los otros, sino principalmente —y ante todo— la suya propia.  

Nos preguntamos con un dejo de suspicacia si detrás de esa actitud antisocial no hay un propósito oculto, cuya importancia sea tal que valga la pena consagrarse como un amargueta de renombre por el resto de una existencia absurda.  

Lo que ese tipo de personajes persiguen a toda costa es el deber ser. Dicho de una manera simple: la realidad no puede ser como es, sino como ellos deciden que sea, así que ninguna batalla es inútil si lo que se pretende es que la realidad esté al servicio de sus criterios y anhelos. 

Actualmente, mucho se habla de lo sobrevaluada que está la felicidad, o de que no necesariamente se debe ser feliz todo el tiempo; sin embargo, atormentarse es el mejor pretexto que puede hallar el amargueta para su credo.  

Yo, en lo personal, no soy fan de hacer de mi trayectoria de vida un calvario. He dejado de ser de las que ven el mundo color de rosa y prefiero aprender de los errores de los demás.  

Los amarguetas, sin embargo, persiguen exhaustivamente y con denuedo el sentimiento tan preciado de desazón crónica que los caracteriza. Lo que, francamente, me hace dudar de la salud mental de esos individuos.  

Desde luego, lo que conlleva ese sentimiento de desazón es el deseo permanente de contradecir a todo y a todos. Así, se convierten en hábiles generadores de conflictos, los cuales satisfacen a su maltrecho y tambaleante ego y dejan a su paso una estela de malestar generalizado, lo que los coloca en el grave peligro de terminar en la más absoluta soledad.  

Es inútil aconsejar al amargueta acerca de los beneficios de una vida más tranquila y sin tantas contradicciones. Se aferrará a la nubecita gris que lo persigue a todas partes; a su amada tormenta personal.  

Lo más curioso del asunto es que los representantes de esta personalidad representan un amplio segmento de la especie humana, y eventualmente pueden convertirse en el dolor de muela de un optimista o de alguien que, por azares del destino, se haya vinculado con ellos afectivamente, algo difícil de creer, pero que es completamente posible.  

Para los amarguetas no hay buenos recuerdos ni pasado glorioso. Lo único que les provoca nostalgia son las ocasiones en que fueron humillados, minimizados o agredidos emocionalmente, porque esa es su riqueza, la fuerza que los anima a vivir y a buscar permanentemente tener la razón.  

El cruel pasado en el que fueron víctimas es el alimento primordial de todas sus desgracias presentes. ¿Cómo no puede uno sentir compasión por el amargueta, si —como judío errante— recorre el planeta y deja un rastro de desolación a su paso? Por mi parte, los bendigo y deseo que su camino sea de mucha amargura, porque, de lo contrario, ¿de qué otra cosa podrían alimentarse para seguir viviendo? 

El arte de amargarse la vida

 

 

                                                                         

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La Orgullosa

Amante del amor y la sexualidad en todas sus formas. Fogosa y apasionada. Impulsiva y testaruda a más no poder. Interesada en los temas prohibidos y controversiales. Se cree poseedora de la razón, y es investigadora incansable de los misterios de la psicología humana.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   amargarse, felicidad, autosatisfacción, frustración, La Orgullosa

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