

por Mariana Tristán
Muchas veces he pensado en divorciarme, tantas que ya he perdido la cuenta. Las veces que me he ido de casa furiosa y frustrada, son aún más. A mi amiga Rosaura, con la que nado en el club tres veces por semana, le he contado en muchas ocasiones las ganas que tengo de divorciarme. Ella a mí me cuenta también los odios viscerales y los resentimientos perpetuos que siente hacia su marido. Nadamos 500 metros y hablamos 5 minutos, nadamos otros 500 y seguimos hablando de lo mismo. En las regaderas y los vestidores del club nos contamos lo que nos falta y nos extendemos en historias viejas de pleitos desaforados y eternos malentendidos. No sé ella, pero en lo que a mí respecta, me he divorciado de mi marido en la imaginación al menos unas 1000 veces. También en la imaginación me he reconciliado con él definitivamente y le he perdonado todas sus infidelidades y cada uno de sus actos ególatras.
Rosaura lleva 16 años casada y yo cumpliré este año 12. Ella y yo nos conocemos desde hace 8 años y todas las mañanas nadamos juntas y platicamos de lo mal que nos sentimos en nuestros matrimonios. Desde luego ninguna de las dos se ha divorciado todavía. Yo estuve a un paso de hacerlo hace un par de años. Me fui de la casa, saqué todas mis cosas, alquilé un pequeño departamento con mis ahorros y busqué un abogado especialista en divorcios. Mi abogado tenía unos 50 años, era un hombre robusto de ojos negros y saltones que se te quedaba viendo fijo cuando hablaba y daba miedo cuando se quedaba callado. Me dijo que el divorcio no era un juego, que antes de empezar a hacer los trámites me asegurara de que era eso lo que yo quería. Al parecer había tratado con un millar de mujeres desequilibradas e impulsivas que solicitaban el divorcio y a los pocos días volvían con sus maridos abrumadas por la soledad y la posibilidad real de la separación definitiva. Resultó que yo era una de ellas, y que mi abogado con su aguda experiencia lo había notado en mi cara desencajada y triste, desde que entré a su oficina.
Bastó una llamada telefónica de Diego un par de días después de que abandonara la casa, una llamada con su clásica voz quebrada de niño perdido, pidiéndome que lo perdonara. Regresé a casa dos días después, con las maletas revueltas, una tristeza profunda y una sensación de vacío que nunca se me ha quitado del todo. Diego llegó por la noche, me encontró preparando un té de tila en la cocina, cenamos sin decir palabra, nos fuimos los dos a la cama cansados de nuestras peleas, de nuestras reconciliaciones a medias. Más tarde nos quedamos los dos dormidos viendo el noticiero de las 11.
Me tardé semanas en volver a acomodar mis cosas en el closet, pasaron muchos días antes de que me decidiera a mover las maletas con la ropa revuelta, tiradas en el piso de la recámara. Cada vez que pasaba cerca de ellas me acordaba de mi fugaz huida, del odio y la rabia acumulada cuando me fui, me acordaba del departamento de alquiler que usé por tan poco tiempo, de los días que había pasado sola ahí. Era un departamento de 60 metros, pero estaba tan vacío y desierto que por las noches a mí se me hacían como 6000. No me dio tiempo de amueblarlo siquiera, me llevé un colchón inflable y dormía ahí. Por las noches me quedaba viendo la extensión pulida del piso que me parecía inmenso, las sombras esquivas de la calle que se filtraban por la ventana sin cortina de la sala. Nunca antes me había sentido tan libre como en ese departamento sin muebles, nunca me había sentido tan sola, nunca tampoco tan triste. Ya no recuerdo cuántas noches pasé ahí. Lo que recuerdo es que fueron noches muy largas. La última, antes de volver a casa, le hablé por teléfono a Rosaura, le conté llorando que ya no sabía qué hacer. Recordaba que en nuestras pláticas entre nadadas, Rosaura me había contado que la esposa de su cuñado se había ido de su casa un buen día nomás así, como yo ahora, sin dejar mensaje ni decir nada, y nunca se había vuelto a saber de ella. Yo quería que Rosaura me contara más de esa historia, que me confirmara que mis miedos enraizados a estar sola eran completamente absurdos. Pero lo que me dijo Rosaura fue otra cosa totalmente distinta:
-Ay mi reina, acuérdate que la esposa de mi cuñado era francesa, por eso se largó nomás así la condenada. Ve tú a saber qué ha sido de esa pobre mujer. Nosotras no somos así, no se nos resbalan las cosas como a las europeas. Tú tienes que divorciarte a la mexicana mujer. Las mexicanas nos quedamos en nuestras casas, cuidamos de nuestros hijos hasta que están en edad de hacerse la vida solitos, administramos la vida de nuestras familias y nuestros maridos. Ah pero eso sí, no volvemos a hablarles bonito ni a darles ningún cariño, los odiamos en silencio, les hacemos la vida de cuadritos, nos esperamos a que los años pasen y el castigo divino llegue solito. Así que regrésate a tu casa mujer, ya Dios dirá cómo se van a resolver tus problemas-
La verdad nunca había escuchado a Rosaura hablar así, me quedé con la boca abierta, lo único que se me ocurrió hacer en ese momento fue reír a carcajadas, me reí como loca, reí tanto que de pronto me empecé a agarrar la panza de la risa, hacía mucho que no me reía así, que no le encontraba ninguna gracia a la vida, Rosaura seguía al otro lado del teléfono esperando que mi ataque de risa se apaciguara, esperó ahí hasta que terminé de reír, hasta que me recompuse y le di las gracias, le dije que lo iba a pensar, me despedí de ella y le prometí que trataría de tener más calma.
No regresé a mi casa por lo que Rosaura me aconsejó. Regresé porque en el fondo tal vez sigo queriendo a Diego, sigo creyendo que va a dejar de mentir en algún momento, que va a dejar de ser ególatra, sigo creyendo que podemos reconstruirnos y ser un matrimonio feliz. Hay días que las cosas fluyen como debe ser y yo puedo mantener la esperanza, también hay días en que me arrepiento mucho de haber vuelto a la casa. En esos días recuerdo las últimas palabras de Rosaura esa noche en que me reí tanto como no había hecho en años:
-Usted no se preocupe mujer, no se haga bolas con abogados y demandas, que usted ya está divorciada. La separación es algo que se consigue sólo en el alma.
Eso señores, se llama Divorcio a la Mexicana.