
Detrás de la máscara
por Samantha FLA
Que los mexicanos tenemos un sincretismo cultural –una mezcla pues– que en pocos lugares se puede ver, tenemos costumbres católicas europeas combinadas con tradiciones prehispánicas, ritos y leyendas de cada pueblo original; un idioma que incluye palabras de nuestro pasado indígena, así como una visión única de la muerte; en pocas palabras estamos llenos de riqueza en tradiciones y de un mestizaje que rara vez se puede ver en un solo país.
Son varias las expresiones culturales que nos distinguen a nivel mundial, nos reconocen por nuestras antiguas civilizaciones –sobre todo la azteca y la maya–, por nuestra música que incluye el mariachi –ya sé que van a salir con que no es de origen mexicano– pero al final de cuentas es aquí donde se consolidó como se conoce ahora. Por nuestros bailes típicos, por nuestra gastronomía –el chile, los tacos, el mole–, nuestras varias bebidas espirituosas –tequila, mezcal, pulque– y también por nuestra lucha libre.
La lucha libre, además de un deporte, es considerado como un performance cultural que involucra muchos simbolismos y significados de la sociedad mexicana, es un espectáculo que nos distingue en todo el mundo, nos da identidad y colorido. Conozco a varios extranjeros –sudamericanos y europeos– que cuando vienen a México, quieren experimentar la lucha libre en vivo y en directo, a sus ojos es un evento surrealista en el que los atletas se enfrentan en un cuadrilátero para ganar la gloria o vivir la vergüenza de la derrota, algunos lo ven como la oportunidad de conocer a héroes de carne y hueso.
Si bien la lucha libre llegó a nuestro país a finales del siglo XIX, fue a mediados del XX cuando tuvo su mayor apogeo, su época de oro. Sí, fue en la década de los cincuenta cuando aparecieron nuestros luchadores más famosos y célebres: El Santo y Blue Demon. Siendo El Santo uno de los personajes más gloriosos de nuestro país, un verdadero superhéroe, pues no solamente se le podía ver en el ring, sino que también se encontraba en historietas impresas e incluso como protagonista de un sinfín de películas que hoy en día son consideradas de culto.
Dentro de este universo que transita entre el deporte y el espectáculo, la máscara es uno de los elementos más significativos y llamativos. Es un componente de identidad cultural, porque los mexicanos tenemos una historia larga con ella.
La máscara ha jugado un papel importante en los rituales de mestizaje; en la época de la conquista –que trajo consigo la evangelización de los pueblos indígenas– se dio una mezcla religiosa que combinó figuras y creencias europeas con la cosmovisión prehispánica, lo que llevó a la creación de danzas de máscaras que sobreviven hasta nuestros días, y que podemos ver en distintos carnavales a lo largo del país.
Por otra parte, para las culturas prehispánicas la máscara era esencial en la vida ritual y espiritual, pues tenía una estrecha relación con las interpretaciones de la vida y la muerte, así como de la unión entre los dioses y el hombre. De acuerdo con las culturas mesoamericanas quien portaba una máscara establecía un vínculo espiritual y se transformaba adoptando las cualidades y rasgos característicos del dios, animal o demonio que representaba.
Regresando a la lucha libre, es importante saber que el uso de la máscara no es aleatorio, ni mero alarde publicitario, sino que tiene un doble significado, pues por un lado permite preservar la identidad del luchador y por otro lado le da vida a un personaje, así que el luchador al portar una máscara se transforma en un héroe –o un villano–, en una figura simbólica que representa al pueblo mexicano que siempre es combativo y busca la gloria –o al menos sobrevivir un día más–.
Y si hacemos una relación más a fondo, la máscara del luchador es un símbolo de identidad de nuestro país, no solo porque representa a un personaje que emana de las entrañas del pueblo, sino porque nos remonta a un significado ancestral, pues la mayoría de ellas tiene en sus diseños elementos prehispánicos –como las grecas y otras figuras ornamentales– o elementos sagrados –basta ver la máscara de El Santo–, e incluso colores patrios, lo que les da un toque de pertenencia.
Así que detrás de estos gladiadores –ya sean rudos o técnicos– está el pueblo mexicano, y no importa si es máscara contra cabellera, relevos sencillos o australianos, mano a mano, o a ras de lona, la lucha libre nos representa y nos da identidad nacional. Pese a quien le pese es una expresión cultural –de las muchas que hay en este país– es parte de nuestra idiosincrasia y de nuestra visión del mundo.
