Cuando somos niñas, cada día que vamos conociendo el mundo surge un nuevo interés, emprendemos una nueva aventura. Todo es novedad para nuestra incipiente necesidad de saber y de experimentar. Muchas comenzamos por querer ser la bailarina principal del lago de los cisnes, y nos esforzamos por ganar nuestras “puntas”. Otras – más osadas – desde niñas sueñan con ser astronautas o científicas que descubrirán un nuevo elemento. La lista es interminable y diferente en cada caso. Pero el tiempo es infinito y tenemos la certeza de que todos nuestros sueños se harán realidad eventualmente.

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Sin embargo, a medida que vamos creciendo la vida nos atrapa en la somnolencia de su rutina, nos impone actividades preestablecidas socialmente, y esos sueños queridos van quedando varados en la esquina de cada año que transcurre. Siempre hay algo más inminente que nos aparta de nuestros deseos y de manera irremediable nos olvidamos a nosotras mismas. Olvidamos nuestra alegre costumbre de trepar árboles, de andar en bicicleta, a toda carrera, bajo la lluvia del verano que nos empapa. Nuestra colección de ‘arte abstracto’ archiva sus colores en alguna carpeta que solo nuestra madre conserva cariñosamente.

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Y así transcurre el tiempo. Llega la época universitaria, las “responsabilidades inaplazables”, la necesidad de garantizar un futuro “exitoso”. Y la soñadora de alas anchas que anidaba en cada una, deja de volar y se pone seria. La vida se pone seria. Y ese futuro que traza nuestro camino, nos sobreviene involuntariamente. La vida nos ocurre: somos madres, profesionistas, esposas.

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Aquellas que aprendieron a pintar al óleo guardan sus cuadros en un closet, un cajón de la casa se llena de tejidos a mano, de bordados. El repujado, la bisutería, la costura, los poemas de juventud, el cuento que nos mereció un premio en la secundaria, todo se vuelve polvo de tiempo. Y cuando volteamos, la niña que corría cuesta arriba elevando un papalote por los cielos, se ha convertido en una mujer con los ojos clavados en el reloj para llegar a tiempo al colegio de los niños, al trabajo, o la pila de pequeñas responsabilidades que nos atrapa bajo su peso. El color de los días se esfumó, tras la nube gris de una rutina. Y un buen día se nos ocurre mirarnos al espejo, y el espejo nos devuelve la imagen de una extraña con demasiados años. ¿Qué fue de mi vida? Es la pregunta inevitable, y en seguida ¿dónde quedaron tantos sueños?

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No posterguemos la existencia, no aplacemos el momento para realizarnos, para ser las grandes manifestadoras de nuestra infancia. Seamos valientes y no llenemos el tintero de deseos olvidados o realizados a medias. Somos las creadoras, las poderosas transformadoras del mundo. Esa es nuestra herencia, lo más maravilloso que podremos legar a nuestra descendencia.

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No nos olvidemos de esa infinita capacidad creativa. Llevemos a cabo nuestros dones, y transformemos el mundo, hagámoslo el laboratorio de colores donde nuestros hijos aprendan a ser magos. Remplaza tu clase de pilares por tu primera obra plástica, y después llena una galería. Olvida tu trabajo de chofer y crea tu primera novela, más tardé serás la directora de tu propia editorial.

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El mundo es tan infinito, tan amplió, y tan lleno de color con tu imaginación lo permita. Así fue cuando eras niña, y con los años solo serás más poderosa, dominarás el arte de la manifestación, y cualquier cosa que imagines aparecerá ante tus ojos. Solo no postergues, no aplaces tu vida, no dejes tus anhelos para más tarde. Y tomados de tu mano tus hijos aprenderán la hechicería, la magia, el poder de crear y convertir su vida en una aventura interminable.