De la experiencia etílica o el cliché del ebrio
por Tonatiuh Arroyo
Yo soy un borracho,
un paria, un perdido,
soy un desdichado desde que nací.
Mi padre, mi madre, mi mejor amigo
me han abandonado porque soy así.
—“La canción del borracho”, de Moisés Zouain
Esto inició en los tiempos esos, en los que la afición a los destilados era un elemento infaltable para ganarse alguna reputación, acorde con la etapa suicida de las noches universitarias de juerga en que rápidamente empezaron a acumularse aventuras estridentes, materia idónea para las bromas y el escarnio del siguiente día, señales invisibles —para quien esto escribe— de que se trataba del preámbulo de experiencias más escabrosas.
Primero fue por imitación al hábito del padre, cuya iteración fijó las bases del consumo: ingesta abundante y pronta de brandy o tequila, hasta el naufragio del recato.
Luego vendría la adhesión a los efectos de la euforia, a la vehemencia exaltada. Después, la necesidad de aquietar la ansiedad generada por el yerro cometido durante la ebriedad (la impía resaca espiritual que embucha al bebedor, hasta asfixiarlo).
La reproducción de esa misma versión una… y otra… y otra… y otra vez… condujo a la consideración no fácil de una pausa, a la interrupción temporal de un flujo de hechos desordenados, que desembocaba siempre en pérdidas; al principio materiales, y luego de capítulos enteros de memoria relacionada con historias ominosas signadas por la desmesura y lo burlesco.
De vuelta a las andanzas, después de un periodo considerable de abstinencia, reenconctrar la misma ruta desajustada no demoró tanto, a pesar de la intención genuina de cambiar el derrotero.
Y entonces se aprende a fabular, a fabricar excusas inverosímiles, a afanarse en camuflar los tropiezos; se rechaza el sermón insulso de la muchedumbre que exhorta al orden y a la conducta respetable como si aún existiera, en este de hoy, aquel que hace años podía pronunciar su nombre con despreocupación, seguro de su autodominio.
Ahora, las cosas no han podido ser de otra manera: el hábito se ha convertido en un acto furtivo e imperioso que aletarga la sensación recurrente de insipidez que, cuando se aviva, impide avistar alguna zona de resguardo en la cual atrincherarse. Así es, ¡así sea!
