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Lo que siento cuando corro

FUENTE: Pinterest

Por ERÉNDIRA SVETLANA

Corro. Corro otra vez. Muy temprano por la mañana. Ahora corro en el nuevo vecindario. He dejado atrás los parques populares y los pequeños parques para los corredores adinerados. Aquí hay también corredores pretensiosos, pero son escasos. Hay sobre todo paseadores de perros y mujeres maduras que caminan silenciosas, sumidas en la soledad de la edad. Hay también algunos hombres viejos, trotan con calma, observan largamente los rostros de los transeúntes, como si quisieran devorar sus historias, los años que aún no han vivido.

 

Por las tardes también he visto gente aquí, trotando sobre el asfalto continuo y alargado como una culebra enrojecida. Hay mas corredores y paseantes por las tardes. De pronto se me ocurre que podría probar otros horarios.  Pero no, descarto inmediatamente la idea, yo soy corredora matutina. Siempre he sido corredora matutina. Desde mis primeros recorridos hace ya más de 15 años. He elegido siempre para correr las horas más frías de la mañana.  En las buenas temporadas, las de mejor condición física, me despiertan las ansias de los pies, sus dedos apretados que ya quieren meterse en los zapatos para correr. Se va despertando todo el cuerpo con esas ganas que son ganas de mañana, de frío matutino que cala los huesos y reseca las mucosas respiratorias. Es un frío contradictorio. Es contradictorio como todas las sensaciones que experimentamos los que hemos encontrado un gusto irremediable en el hábito de correr. Es un frío que duele sobre la piel del cuerpo pero al mismo tiempo da un placer agridulce sobre los músculos, como esos placeres dolorosos de los paladares infantiles ávidos de pulpas de tamarindo y chilitos en polvo.

 

Porque somos como niños los que corremos. Eso somos. Niños que quieren sentir un placer doloroso sobre el cuerpo muchas veces, tantas como sea necesario, hasta que se quite el miedo y el espanto que llevan consigo todos los placeres que duelen pero que al final dan mucha paz al cuerpo.  Es la paz de los inquietos, de los que lo quieren probar todo, los que lo quieren tocar todo y saber qué se siente lo que duele y qué se siente lo que arde y qué se siente lo que da mucho gozo. Yo soy de las que quiere saber todo, y de las que quiere sentir todo. Por eso corro.

 

Voy corriendo y sintiendo la mañana en el aire, su frío puntiagudo que cala los huesos y reseca los pastos a la orilla de la vereda colorada por la que discurre la vida matutina del vecindario,  sus perros cuidados jalados por correas de cuero, sus mujeres taciturnas y sus viejos sedientos de la vida y los años de todos los otros. Voy sintiendo también mientras corro los numerosos autos sobre la avenida, enfurecidos y atolondrados, con sus conductores desmañanados y nerviosos, consumidos siempre por la prisa sin nombre de todos los días, mirando siempre con añoranza de aire y de calma a los que corremos a las orillas de la avenida. Pensarán que somos niños, me digo cuando los veo, niños con tiempo para correr y para niñerías, tiempo del que los adultos nunca tienen, porque ser adulto es no tener tiempo de nada, no tener tampoco ganas de sentir cosas porque para eso jamás hay tiempo entre semana.

 

Y sí, somos niños los que corremos, pienso, porque ser niño es darse tiempo para sentir cosas aunque no se tenga, ser niño es ignorar la prisa, es querer detener la vida, para ver qué se siente el aire, y qué se siente la brisa y qué se siente el frío que cala los huesos y reseca las mucosas. Ser niño es meter la punta de un dedo al fuego y es también subirse a la bicicleta y rasparse las rodillas. De eso me acuerdo cuando voy corriendo, de la sensación del viento sobre la cara a los siete años montando mi bicicleta, del ardor ácido de las rodillas raspadas, de la culpa inmensa y la paz del cuerpo satisfecha cuando regresaba a la casa al cabo de esas excursiones ciclistas y mi madre me regañaba.  

 

Corro por eso, por que soy como un niño de siete años que quiere sentir cosas. Soy como uno de esos viejos que trotan con calma y observan, y se quieren comer con los ojos el mundo que ya no tienen para llenar el tiempo que ahora les sobra. Corro para abrir espacios eternos en el tiempo, para detener las horas y sentir, sentir con todo el cuerpo, cada grado imperceptible de temperatura, el sendero rojo debajo de las suelas, los pastos de invierno rejuveneciendo, la transparencia del aire, las soledades de todos los que transitan juntos sobre la misma vía sin detenerse, el ruido creciente de la mañana que se hace luz muy despacio y luego se va haciendo sobre las calles del vecindario la vida de todos los días.

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