La vida está en otra parte

FUENTE: Saatchi Art Artist Iryna Yermolova
Por MARIANA TRISTÁN
Mayo 22 2018
Tiene la piel morena y los ojos grandes y brillantes. Se mira desnuda delante del espejo cuando es de tarde y el sol afuera se está muriendo. Los destellos anaranjados que se cuelan por la ventana iluminan tenuemente sus piernas largas y bronceadas. Sabe que aún es bella. Sabe que tiene 37 años y aún es bella, que puede ser la debilidad de cualquier hombre. Nada de eso le importa, la idea cruza vagamente por su mente como un fantasma que se disuelve, al fondo de las otras certezas, muy en el fondo. El hombre llegará pronto, a penas caiga la noche. Antes de eso ella se pondrá el vestido de tul violeta con vuelos en las mangas porque está triste. Se sigue mirando imperturbable en el espejo mientras coloca el vestido sobre los hombros y lo ata. Los ojos no cambian de expresión pero se van colmando de lágrimas. Se imagina que un hombre la mira, le acerca una mano grande a la mejilla, le dice: -se te han colmado los ojos de lágrimas-. También esa idea se difumina en su mente mientras la imagina.
Piensa en su madre mientras saca una sopa insípida y la calienta en la hornilla. Hace meses que no ve a su madre, que no es capaz de llamarla, de hacerle a través del auricular preguntas sencillas y tener la calma para escuchar las respuestas triviales de siempre, cargadas de un dejo de historia personal, de vida cotidiana, tal vez de reproche. Hace meses que no es capaz de llamar a nadie. Se da cuenta que también ha estado huyendo de las palabras y las presencias de los demás, que las voces le impacientan, le hacen sentir ansiedad, en la calle por las mañanas y las tardes apresura el paso, huye de la compañía involuntaria de los transeúntes, de los despachadores en los comercios y los oficinistas detrás de las ventanillas, de la gente a su lado en el puesto de trabajo. Se da cuenta que no desea intercambiar palabras con nadie, bajo ninguna circunstancia. No se pregunta porqué, solo sabe que hace meses que eso pasa.
La sopa es acuosa y descolorida, se ha calentado de más, la sirve en dos platos hondos que coloca en orden escrupuloso sobre la pequeña mesa, junto a los dos juegos de cubiertos al frente de cada silla. Al centro coloca también pan rebanado y el servilletero plateado con los potes en forma de manzana para la sal y la pimienta. Sabe que la sopa no es ningún manjar, pero la ceremonia para comerla es agradable, al hombre le parecerá mejor de lo que es y se sentirá considerado. Es así cada día. La pequeña escenificación del orden, de la vida íntima. El hombre puede creer así que todo está bien, aunque ella esté triste y se ponga el vestido de tul violeta, aunque no haya llamado a su madre ni desee ver a nadie desde hace meses.
El hombre llega cuando afuera la noche ha dibujado sombras sobre las banquetas despobladas, entra por la puerta de la pequeña cocina y se desanuda la corbata. Ella piensa en su padre, piensa en esa imagen que tiene de él llegando a casa cansado, desbaratando el nudo de la corbata a rayas. Se ve a sí misma siendo una niña pequeña, presenciando a lo lejos la escena de su padre llegando a casa. Eso fue en los años setenta, se usaban patillas espesas, su padre llegó también a usarlas. Fue una moda efímera. Ahora los hombres usan el pelo muy corto, casi a rape sobre el cuero cabelludo y la nuca, trajes oscuros, corbatas discretas. Por alguna razón sin sentido siente náuseas cuando reflexiona en todas estas cosas.
Sentados a la mesa juntos, el hombre y ella han comido la sopa y después han subido a la recámara. Ella se desata el vestido de tul violeta, él se ha quitado la camisa clara. Está exhausto y se tiende sobre la cama, con la mirada distraída, ella se tiende también, la piel morena, los ojos brillantes, todavía es esbelta, todavía está triste y se piensa caminando de prisa entre los transeúntes por la tarde, sin mirar a nadie, con la cabeza gacha, como si huyera de algo. Él le acaricia el cuerpo y la atrae lentamente hacia sí, tiene la mirada aún distraída, pensará en algo que a ella ya no le interesa. Hacen un amor calmo, un amor triste y apagado.
Fuera de la habitación está la noche ahogada, las sombras alargadas sobre las banquetas solitarias. A ella le gustaría estar ahora ahí, caminando sobre esas aceras deshabitadas, en la oscuridad absoluta, llegar hasta la esquina de cada cuadra para descubrir que no hay nadie, que las calles se extienden silenciosas hacia la boca muda de la madrugada. El hombre le acaricia el cuerpo donde antes estuvo vaporosa la tela, le besa el cuello distraídamente, ella le rodea la cintura con las piernas largas y bronceadas. Recuerda que alguna vez al hombre le gustaron esas piernas alargadas. Pero ahora el hombre piensa en otra cosa, en algo que a ella ya no le importa, mientras lo piensa entra en ella, luego se sacude y balbucea un par de palabras que ella no desea descifrar, porque hace meses que ha dejado de escuchar. El hombre sale de ella sudoroso y se deja caer sobre las sábanas como una bestia herida, ella le da la espalda y se dobla sobre sí misma. La noche se está derritiendo afuera, la luna escurre su luz pálida a través de la ventana sobre el perfil de su cuerpo hecho un ovillo a la orilla de la cama.
En los años setenta los hombres usaban trajes coloridos y corbatas a rayas, las mujeres vestían faldas cortas y peinados altos, sombras luminosas sobre los párpados. El sol entraba con su luz chorreante en las estancias de las casas. Recuerda eso. También recuerda los párpados azulados de su madre en esos años distantes, las largas pestañas postizas ennegrecidas con rímel, los vestidos de colores chillantes. Cuando lo recuerda tiene los ojos abiertos y brillantes, se le han colmado de lágrimas. Quisiera estar de pie frente a un hombre que le mirara a la cara, que extendiera la mano grande y tosca para tocar su mejilla y le dijera que los ojos se le han colmado de lágrimas. Quisiera hablarle a su madre, tener el deseo de escuchar sus palabras triviales cargadas de las historias de siempre, de la vida de siempre, del reproche habitual. Se da cuenta que hace meses que no puede, que no sabe si algún día podrá.
En Los Calzones de Guadalupe
tenemos buena estrella,
porque podemos soñar y mostrar el alma sin pena

