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La vida con Margarita

FUENTE:  Pinterest                                

Por Eréndira Svetlana

JUNIO 5 2018

 Mi hermana mayor tuvo siempre una identidad secreta de la que sólo sabíamos sus cuatro hermanos. Era un secreto sagrado. No por su divinidad ni su pureza. Era sagrado en el tono en que son sacros los secretos que nos hunden en abismos muy oscuros, de los que no se puede hablar sin hacer escala en los nudos de la garganta por los que transita el miedo en su viaje hacia el recuerdo.  Un secreto de esos que guardan en su entraña un horror tan estridente como innombrable. De esos horrores sagrados de los que están hechas todas las infancias. Quisiera decir con nostalgia, como otros, que ahora esos horrores me dan ternura o risa. Pero no es así. Hay horrores que nunca se desgastan, que nos persiguen siempre y  jamás dejan de asediar con  la sombra de sus ramajes oscuros y sus látigos de pesadilla a los niños de cuarenta y tantos años ocultos bajo los ropajes  serios de hombres y mujeres que fingimos ser  todos para habitar con disimulo y decoro el mundo incomprensible de los adultos. Este horror es uno de esos.  Mi hermana mayor tenía una identidad secreta. 

 

Nos lo confió siendo todos demasiado niños.  Fue alguna de esas incontables veces en que nos quedábamos por horas  infinitas en la alberca desierta  del club deportivo en el que mi madre nos abandonaba por las tardes a los cinco.  En realidad no era que mi  madre nos abandonara, era,  mejor dicho, que ella se abandonaba a sí misma, se abandonó durante toda nuestra infancia al delirio de ser nuestra madre sin estar presente, de trabajar dos y hasta tres turnos para ganar el dinero suficiente que alcanzara a pagar entre otras cosas, las tardes de sus hijos en un club deportivo.  Era un lugar gigantesco el club, de esos que ahora ya no existen, arbolado y espacioso, de esos lugares a cielo abierto  tan distintos de antes que ahora han sido remplazados por estrechos búnkers  bajo techo atestados de aparatos inhumanos para martirizar el cuerpo,  minúsculos salones con espejos donde los condenados de la vanidad sudan rencorosos y apretujados,  y ridículas tinajas  techadas   saturados de cloro.  Aquél club deportivo era de los otros, los que ya no existen, y era inmenso, con sus canchas de tenis elegantes y apartadas en su pulcritud solitaria, sus jardines exquisitos y misteriosos que se eternizaban por caminos laberínticos de adoquín rojo, sus campos infinitos de futbol, sus aristocráticos gimnasios de duela barnizada, sus duchas amplias y desérticas por las tardes,  sus silenciosos vestidores en penumbra detrás del pudor de las cortinas de tela gruesa y argollas metálicas, y desde luego,  con su majestuosa alberca olímpica en el centro del universo, lustrosa por las noches  debajo del resplandor del cielo abierto.  Pasábamos las tardes en esa alberca mis hermanos y yo. Y para nosotros no era una alberca, era el océano mismo, embrujador e inabarcable.  No había nada mejor que estar metidos durante horas en esas aguas desiertas que cambiaban de color junto con el cielo vespertino.  Casi siempre la noche nos alcanzaba todavía ahí, navegando solitarios esa inmensidad oscura  y brillosa que se volvía a esas horas tibia y acogedora como un vientre voluminoso guardándonos a salvo durante las eternas tardanzas de nuestra madre.

 

Fue en una de esas tardes  de esperas infinitas  que mi hermana mayor nos confesó su identidad secreta.  Mi hermana mayor fue siempre una excelente nadadora.  Era excelente en casi todo lo que hacía. Pero lo era sobre todo en el macabro arte de escandalizar y torturar las mentes infantiles de sus cuatro cobardes hermanos menores.  Mientras estábamos en la alberca, casi siempre se apartaba lo más posible de nosotros. Se iba nadando impecablemente a lo largo de los 50 metros que nos separaban de la otra orilla, la orilla de los grandes, la de los cinco metros de profundidad donde se hallaba la fosa de clavados. Allá se quedaba la mayor parte del tiempo, a una distancia que sabía que no nos atrevíamos a cruzar ninguno de los menores. No está de más decir que a nosotros esa orilla nos horrorizaba, en nuestro lenguaje simbólico de infancia esa orilla no sólo era inalcanzable, era una osadía imposible, era el mar abierto con sus peligros innombrables.  Imaginábamos en la profundidad insondable de ese extremo de la alberca horrores oscuros de abismos negros y bestias marinas fantasmales que sólo caben en la profundidad de los terrores de los niños.  Sofía se iba allá porque conocía el tamaño de esos miedos, y sabía también que no la seguiríamos.   Durante las horas de la tarde esa distancia no nos preocupaba demasiado. A esas horas de luz anaranjada Sofía podía abandonarnos como mi madre en la orilla de los cobardes, e incluso resultaba  liberador y divertido. El problema era siempre esa distancia que mantenía inmutable cuando el sol se iba, cuando el cielo oscurecía y las aguas de nuestra orilla se pintaban del negro de la tinta y se parecían tanto a las otras aguas, las del extremo profundo e inescrutable de Sofía. A esa hora queríamos que volviera.  No era que la extrañáramos o que quisiéramos que nos protegiera,  esa  idea ilusa jamás nos pasó por la cabeza; era algo diferente, una sensación vaga que  se iba apoderando de nosotros con el paso de las horas y nos embargaba por completo llegada la noche,  cuando la oscuridad  ponía un acento muy marcado a la ausencia de mi madre;  eran el frío en el aire sobre nuestras cabezas a penas por encima de la tibieza de la alberca y las palmas de las manos maceradas por tantas horas de agua. Eran sentimientos extraños,  un tanto vergonzosos e inexplicables, ajenos a nuestro desdén acostumbrado, sentimientos que a esa hora de la oscuridad sólo podían menguar estando todos en un radio más estrecho.  Por esos sentimientos indescifrables que nos acometían de noche,  queríamos siempre que Sofía volviera a nuestra orilla. Y era difícil, casi nunca lo hacía.  En ese momento era cuando  gozaba más de la distancia que había interpuesto entre nosotros y su orilla. Era la hora que esperaba con más alegría.  Gozaba tanto de nuestros miedos rendidos y manifiestos que pocas veces se permitió privarse del deleite exquisito de vernos suplicar casi histéricos y ateridos de frío desde nuestro extremo. Sin embargo a veces cedía. Algunas veces cruzaba a nado en medio de la noche esa distancia oscura y su abismo escalofriante para volver a donde siempre estábamos, en la parte más baja de la alberca, la de los dibujos de inofensivos animales marinos formados con mosaicos de colores en el fondo cercano. 

 

Pero si volvía no era nunca para aliviarnos con su proximidad. Cuando volvía lo hacía para disfrutar de un placer aún más selectivo, un placer que se reservaba a sí misma sólo para ocasiones muy especiales, aquellas ocasiones en que llegaba a aburrirse de nuestros terrores habituales, en que nuestros temblores cobardes y nuestros llantos pueriles llegaban a resultarle un ritual tedioso y demasiado conocido. En esas ocasiones volvía a nuestra orilla sólo para divertirse con el espanto incontenible que nos provocaba la historia macabra de su identidad secreta. 

 

Decía que ella no era nuestra hermana mayor, decía que en realidad no era Sofía,  no era hija de mis padres ni hermana nuestra, que no pertenecía a nuestra familia de ninguna manera  ni había pertenecido nunca.  Su verdadero nombre era Margarita.  No era la verdadera primogénita de mis padres. Venía de otro lugar. Nunca aclaraba cuál era ese lugar y nadie se atrevía a preguntárselo porque  intuimos siempre que la respuesta podía hacernos agonizar de llanto. De vez en cuando Margarita tomaba el cuerpo de mi hermana con el único afán de torturarnos, de meterse en nuestra casa, en nuestros sueños que amasaba entre sus manos hasta pulverizarlos, en la historia cotidiana de nuestra familia para corrompernos amenazándonos, obligándonos a mantener el secreto de su identidad escalofriante.  No era nuestra hermana y sólo se hacía pasar por ella para poder destruirnos, para entrar en nuestras vidas y arrancarnos  la atención y el cariño de nuestros padres. Ahora mismo mi madre llegaría a recogernos y Margarita subiría con nosotros al auto, entraría en nuestra casa y antes de dormirse en nuestras camas recibiría el beso de las buenas noches de mi madre sin que ella pudiera siquiera notar que no era su hija, que era una completa extraña.

 

Nunca queríamos creerle. Tratábamos al principio de tomarlo como una broma macabra, una broma como muchas otras que se le ocurrían siempre a Sofía. Pero pasaban los minutos y a veces las horas y ella nos miraba de esa forma tan extraña, tan ajena, con aquél gesto de indiferencia malévola, luego  seguía perfeccionando cada vez más los detalles escabrosos de su identidad monstruosa. Pasadas las nueve de la noche, ateridos de frío, ya inmóviles de espanto y aún dentro de la alberca, terminábamos llorando desolados y convencidos de que en realidad ella no era Sofía. Le preguntábamos entre lágrimas qué había hecho con nuestra hermana y ella respondía con una frialdad espeluznante frente a nuestros llantos pueriles que la había dejado abandonada y sin cuerpo en la otra orilla.  La imagen era de una atrocidad despiadada, Sofía abandonada a su inmovilidad incorpórea en la orilla tenebrosa de la alberca, a leguas de nuestra impotencia, del otro lado del océano y su angustia.  A esas horas de la oscuridad nadie nunca se atrevió a cruzar esa distancia para rescatarla.

 

Así que nos quedábamos con Margarita, durante días, entraba a nuestra casa con su sonrisa macabra y su falsa diligencia para con mi madre y sus ojos sórdidos vigilando nuestra complicidad obligada cuando mi madre no miraba, y nadie se atrevía a confesar nada porque estábamos amenazados, por que tenía a Sofía secuestrada en un suspenso etéreo y temimos siempre que si hablábamos no la regresara. Margarita hacía y deshacía durante semanas a sus anchas. Se metía en nuestro subconsciente y nos carcomía lentamente los sueños y la esperanza, fundaba por las noches incendios dantescos en nuestra imaginación de niños con su sonrisa sarcástica y sus ojos oscuros y desafiantes como hoyos sin fondo, y nadie podía hacer nada.

 

En esas largas temporadas que pasaba metida en nuestra casa hacía rabiar a mi madre como ninguno de nosotros era capaz de hacerlo, la desafiaba con su orgullo inquebrantable y la brutalidad de su soberbia y se hacía perseguir por ella durante horas por toda la casa. Siempre era más letal y más rápida que mi madre, llegaba antes al baño de la planta alta subiendo a toda velocidad las escaleras que mi madre a penas lograba escalar sin tropezar.  Ahí se encerraba eternidades mientras mi madre se obstinaba en sacarla a gritos y amenazas y luego tratando inútilmente de abrir la cerradura  por horas con un gancho de costura. Eran tardes de horror en las que todos terminábamos exhaustos, llorando nuestro secreto y su angustia en silencio bajo la penumbra de las sábanas.

 

Podían pasar muchas semanas antes de que Margarita decidiera abandonar el cuerpo de Sofía. Luego, cuando ya todos nos habíamos resignado a andar arrastrando el miedo, alguna tarde, durante esas sesiones vespertinas de alberca, mágicamente y sin que nadie pudiera saber de qué manera ocurría, Sofía volvía de la otra orilla y era otra vez ella. Sabíamos que era ella porque la que volvía a nuestro extremo de la alberca ya no tenía esa mirada diabólica, miraba de una forma distinta, distraída, un poco cansada, otra vez indiferente. Nuestra Sofía era también distante y fría como Margarita, pero su ánimo era mucho menos macabro, nos daba menos miedo, sabíamos cómo manejarlo.  Cuando Sofía volvía a su cuerpo podíamos respirar más tranquilos, incluso nos causaban menos angustia las tardanzas de mi madre, buceábamos un rato más la profundidad pueril de nuestro extremo sin que la tintura nocturna de las aguas nos agobiara tanto.  De noche, cuando las luces de las habitaciones se apagaban,  nos aliviaba saber que Sofía estaba otra vez de vuelta en su cama, que volvíamos a ser sólo nosotros, los de la familia,   a salvo de los ojos del demonio.  No queríamos volver a sentir ese hoyo de terror, ese hueco en el estómago que aparecía cuando la que dormía entre nosotros era Margarita, rogábamos en susurros para que ella no volviera nunca, para que se la tragara la oscuridad de la alberca. A veces pasaban meses antes de que regresara,  otras no teníamos tanta suerte,  en algún momento ella volvía,  volvía siempre, traída de ese mar tenebroso y entintado que era la otra orilla, volvía el tormento y también los gritos, los sueños de fuego y sus ojos oscuros como esa agua, con su profundidad de horrores submarinos. 

 

Crecimos temiendo siempre su regreso inevitable, huyendo en sueños de esa mirada  demoniaca.  Alguna vez dejamos de ser esos niños, nos volvimos adolescentes esquivos y escurridizos, luego adultos grises y cabizbajos de vidas anodinas.  Todos huimos de la casa un día, cuando al fin dejamos de ser cobardes, cuando nos volvimos lo suficientemente insensatos para cruzar a la otra orilla. Sofía también se fue por un tiempo, luego volvió, la trajo de vuelta la locura, una demencia triste que se le fue enredando en  el cuerpo y en los años con la misma tenacidad con que ella se inventaba esa otra identidad macabra, con la misma contundencia con que la llevaba a esos extremos capaces de horrorizarnos cuando niños.  Volvió y con el paso de los años se fue quedando sola en esa casa, alejada de la vida diaria del mundo, se fue encerrando en sí misma, la tiene atada a la misma historia de siempre su locura, la historia de cuando era niña y era soberbia y audaz y todopoderosa, dueña y señora de ese pequeño universo que era nuestra casa y  nuestra infancia.

 

De vez en cuando todavía vuelve Margarita, se adueña de lo que queda de nuestra hermana, pasa largas temporadas instalada en su cuerpo maltrecho y avejentado que se cree todavía joven, todavía intrépido; le pone los ojos más oscuros, la mirada más intensa, ya no macabra sino perdida, hundida sin remedio en un pantano del que no logra salir, le vuelve el gesto  de la cara más turbio, más severo, la hace agitarse a mitad de la noche con un incendio en el pecho con el que corre por toda la casa con el desespero de quien se quiere morir, la pone a hablar sin freno historias fallidas en fragmentos dispersos, en lenguas veloces que nadie quiere entender, la levanta en vilo como a una muñeca de trapo girando en el vórtice de un huracán, luego la sacude, la arrebata durante semanas, después la suelta, la deja caer en un abismo de noches insomnes, de horas vacías,  de frases huecas y repetitivas, al final la aplasta, la entierra debajo de una montaña inmensa de tristeza.   Ahí se queda sumida durante días, en la profundidad marina de esa pena, hecha girones, siendo otra vez simplemente ella,  Sofía, inerme, impotente, desolada, niña,  esperando con temor que Margarita decida volver, que se meta en su cuerpo y en sus ojos nuevamente, que la arrastre al otro extremo de la vida y ahí la abandone durante meses,  suspendida en ese estado etéreo,  inaprehensible, desmoronándose entre las aguas oscuras de la locura.

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