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El límite de la noche

FUENTE:  Pinterest                                 

Por ERÉNDIRA SVETLANA

Mayo 29 2018

Era de noche, eso lo recuerdo bien, y habíamos hablado de que me gustaba Bach. Me preguntó: ¿qué autor te gusta más? Dijimos Bach los dos al mismo tiempo. Adivinaba mi respuesta. Ya casi no había nadie en el edificio, se habían ido todos. Era tarde de noche. Me dijo vamos arriba y me jaló de un brazo. Fuimos al elevador. Tardaba mucho. Volvió a jalarme del brazo, me jalaba todo el tiempo, urgiéndome, como si no fuera a seguirle a todas partes, a donde fuera, con tal que no dejara de hablarme, de mirarme todo el tiempo, de adivinar cuál era mi autor favorito. Tenía que obedecerlo además. Él estaba a cargo.

 

Fuimos por las escaleras, eran estrechas y oscuras, se sentía un frío húmedo que calaba los huesos. Subía de prisa, saltando de dos en dos los escalones, el borde de su gabardina volaba sobre sus pantalones cuando saltaba.

 

Realmente me gustaba Bach. En la secundaria una chica de tercer grado lo tocaba en el piano desvencijado  del gimnasio viejo. Era un gimnasio de madera y duela, con un piano abandonado. La chica iba siempre ahí, a la hora de la salida, cuando todos se iban a sus casas. Entraba  y pasaba horas practicando piano. Tocaba Bach. Yo no sabía lo que tocaba. Pero me gustaba escucharla. No había nadie.  Ella tocaba el piano y yo esperaba ahí que mi madre saliera de la escuela, que atendiera con su paciencia exasperante hasta el último de sus alumnos. La chica no tenía piano en su casa. Nosotros sí. No tocábamos a Bach. Esperábamos durante horas a mi madre. Cuando pensaba en Bach me acordaba del gimnasio de madera y el piano abandonado que tocaba la chica. Me ponía tan triste que daba pena y esa pena me gustaba también.

 

Mientras subía corriendo las escaleras del edificio detrás de él, también estaba triste. No sabía porqué. Había trabajado muchas horas seguidas. Llevaba días sin dormir. Estaba exhausta.  Él no estaba triste. Nunca estaba triste. Tampoco se cansaba. Subía los escalones de dos en dos con la agilidad de un gato. Subimos muchos escalones. Llegamos hasta el último piso. No había más escaleras. El último piso era la azotea del edificio. Me preguntó si ya había estado ahí. No. No había estado nunca ahí. ¿Por qué habría subido alguna vez?  Era muy amplia. Una inmensa estepa de cemento extendida hacia el borde de la noche. Se veían las estrellas. No las había visto nunca antes ahí. No sabía que había estrellas en esa ciudad opaca. Tenía poco de haber llegado.  Estaban divinas, recién iluminadas. No podía dejar de mirarlas, me daban ganas de llorar. Tampoco sabía porqué. Debía ser el cansancio. Él se reía a carcajadas. Le daban mucha risa mis ganas de llorar y mi cara desfalleciente,  mirando embobada hacia el cielo despejado. Su risa era diferente ahí, envuelto en las estrellas bordadas sobre el manto de la noche. Había eco. El eco de sus carcajadas estallaba en el aire frío.

 

Volvió a jalarme del brazo y me llevó detrás de un tinaco gigantesco. Nos sentamos sobre el suelo, recargados en el tinaco. Miró conmigo las estrellas un rato. Me preguntó porqué estaba triste. Ya no estaba triste. No, dijo, no ahora, siempre, todo el rato, desde que llegaste. Pasaba el dorso de sus dedos sobre mis mejillas y decía “todo el rato”. Se quitó la gabardina. Debajo traía puesta una playera oscura y a través de ella se dibujaban sus brazos gruesos que no había visto antes. Parecía un niño, rollizo y con las mejillas encendidas. Con el dorso de sus dedos seguía acariciándome la cara, luego el cuello, luego el cabello, me alborotaba el pelo con los dedos torpes. Estábamos muy cerca, sentía su respiración, la piel de nuestras caras se rosaba.  Hundió sus manos debajo de mi blusa, sobre la espalda. Iba muy despacio, como si no quisiera despertar a un niño. Me desabrochó el sostén con un movimiento muy diestro de las manos. Otra vez un gato. Me deslizó sobre los hombros los tirantes y luego los sacó por debajo de las mangas y los brazos como hago yo cuando me deshago del sostén sin quitarme la blusa. No se me ocurría cómo sabía él hacer eso. Tenía mi sostén entre sus manos, con un dedo le daba vueltas en el aire por el tirante. El sostén era negro, estaba divertido entre sus manos. Lo alzaba y le daba vueltas y detrás de él estaba el cielo despejado y las estrellas muy altas, muy brillantes, desnudándose.   Hacía tanto frío.

 

Volvió a acercarse, tocó mis pechos erectos a través de la ropa con sus manos de niño. Se colocó de frente  a horcajadas sobre mí. Miró muy hondamente a través de mis ojos un rato largo. Sus muslos gruesos me aprisionaban. Sobre la ropa sentía también su sexo tenso, su cuerpo muy álgido, temblando, la piel caliente. Duramos así un instante eterno que se fue perdiendo en la orfandad de los segundos.  Al fin agachó la cabeza,  recargó las palmas de las manos sobre el tinaco a ambos lados de mi cara, suspirando. Dijo, no puedo, soy casado. Exhaló con furia, ruidosamente. Sentí en su respirar el aire congelado de la noche entero.  Yo también miré al suelo. Dijo es que estás tan triste...

 

Luego ya estaba en el borde de la noche, donde se acababa la azotea.  Daba vueltas al sostén en el aire  por el tirante con un dedo, volviendo a llenar el frío con el eco redundante de sus carcajadas. Si lo quieres ve a buscarlo, dijo, y lo lanzó hacia arriba, a la boca de ese abismo en la altura trunca de la ciudad, las estrellas envidiosas arremolinadas sobre él querían arrebatarlo a la negrura del cielo. Llegó muy alto, luego lo vimos caer, entretenido con el viento, demorándose.  Cayó un largo rato. Se fue perdiendo entre el acantilado de los edificios  y luego sucumbió en un negro final, el negro chapopote del asfalto.

 

Él se dirigió despacio hacia la puerta de la escalera, dijo ya es tarde, vamos abajo. Bajó saltando de dos en dos los escalones estrechos. Se había vuelto a poner la gabardina y el borde le volaba fantasmal como una capa sobre los pantalones cuando daba los saltos.

 

Yo no bajé. En mi cabeza se escuchaba Bach, la chica que tocaba durante horas el piano abandonado del gimnasio. Mi madre tardaba tanto. Las notas se quedaban resonando una eternidad, eran tan tristes que daban ganas de llorar.   Me quedé sentada en el borde nocturno, mirando el acantilado de concreto, se hacía cada vez más estrecho y al final parecía que casi se tocaban los edificios, tan altos, tan espigados, tan esquivos. Pero no, no se tocaban, estaba oscuro, era un espejismo.

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