Déjame tocar el piano
por Eréndira Svetlana
El pasillo que conduce hasta la habitación se alarga infinitamente en una penumbra sinuosa y silente. Su soledad inmutable acomete los sentidos e invade mis esfuerzos de serenidad con un zumbido sordo que me cimbra el cuerpo. Ella está detrás de esa puerta, y no quiero llegar. Esta vez no quiero llegar. Pero las piernas o la inercia de su temblor me empujan. No hay luz ni sonido que emane de ese lugar, porque ella y su locura lo han devorado todo de un solo bocado.
Es un espacio muerto, seco y asfixiado, habitado únicamente por el hedor repulsivo de las secreciones y los fármacos, por los fantasmas de sus obsesiones y la huella de las crisis paranoicas que incesantemente la acometen. Llegan a durar hasta seis horas continuas y se repiten tres, cuatro veces en un solo día. En cada episodio grita y se sacude con una fuerza descomunal, impropia de sus 48 kilos y 150 centímetros de estatura, emite enérgicas peroratas en inglés, en francés, en alemán, a veces en lenguas y sonidos que nadie entiende. Ha estado hablando a gritos desgarrados con frases inconexas por dos horas sin parar, sin dar sosiego a los que exhaustos de presenciar el horror de su desquiciamiento han dejado de sentir dolor para dar paso a una pena llena de miedos e incertidumbres.
La puerta se abre casi con el impulso de mi exhalación. Dentro, la oscuridad se desliza sobre la estancia como un manto de duelo que sellara el horror y la vergüenza de lo que ahí sucede. Al fondo, sobre una pequeña cama de hospital arrinconada sobre el muro, está ella. Sentada en perfecta escuadra, las piernas tiesas, extendidas sobre la sábana blanca, la espalda recta, la negra cabellera revuelta, una bata amarillenta de hospital cubre a medias su cuerpo maduro, los ojos hinchados mirando indiferentes a una lejanía inexistente que se extiende más allá de los límites de esta pequeña jaula de concreto. Sobre su mano derecha, amoratada y con ostentosas marcas de las ataduras a las que ha sido necesario recurrir en las horas más cruentas, se hunde inclemente y fútil la última venoclisis insertada. Se ha quitado las seis anteriores en los momentos más violentos de su paranoia y las venas de ambos brazos lucen exangües bajo la piel seca.
Tomo su pequeña mano edematizada entre las mías y la llamo al oído con un susurro: -Sofía-
En un súbito segundo imperceptible voltea la cara hacia mí y me mira sin mirarme, perdida aún en esa distancia de la memoria que nos separa. Tiene el gesto desfigurado por las intensas dosis de antipsicóticos y un sinnúmero de fármacos que le son puntualmente suministrados, y le contraen involuntariamente los músculos del rostro. Quiero decirle que ya estoy aquí, que ahora me tiene para acompañarla, que borre de su mente todo ese caudal de delirios que la amordazan, pero un hueco profundo me empieza a crecer desde la garganta hasta las entrañas y me ahoga las palabras. De pronto su mano me sujeta con fuerza creciente hasta lastimar mi muñeca, y una voz casi inaudible emana de un lugar remoto dentro de su boca sin pasar por sus labios que permanecen en un rictus de espanto congelándole el gesto:
-¡Déjame tocar las notas!- dice, forzando las palabras, y vuelve la cara para perderse nuevamente en el horizonte de su locura, más allá de las paredes de su encierro, más allá de este día y sus horas de lágrimas largas, en un laberinto de promesas inconclusas y recuerdos nebulosos, que se mezclan y se retuercen en el frenético nudo de desahucios, de abandonos y desencuentros que es ahora su mente enferma y desgajada.
