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El Doctor Calzoncitos y yo

por Eréndira Svetlana

Esta es la historia de mi episodio de depresión mayor. En realidad se trató de un episodio de depresión psicótica, según me ha explicado mi psiquiatra. En esta historia hay un Doctor. Me imagino que toda historia de depresión y psicosis debe estar habitada por al menos algún doctor. El doctor al que me refiero no se llama Doctor Calzoncitos, desde luego. Ese apodo se lo puso mi hermana, que para su muy mala suerte, tuvo la desgracia de acompañarme de principio a fin a lo largo de este episodio lamentable.

 

La historia comienza en algún punto de una tristeza profunda que de pronto, abruptamente, se transformó en unas ganas inmensas de morir, unas ganas inexplicables de tumbarme sobre una cama, cualquier cama, dormirme para siempre, y no volver a despertar jamás, no volver a abrir los ojos, a sentir tanta tristeza junta, la tristeza que se asomaba de vez en cuando en mis pensamientos y que poco a poco se fue acumulando a lo largo de los años, hasta llenar una especie de recipiente en la mente, hasta desbordarlo y derramarse por todos los rincones de la conciencia. La gente que me conoce se pregunta cómo es que de pronto me entraron tantas ganas de morir, cómo es que tomé la decisión tan absurda e irresponsable de intentar quitarme la vida, sin que nada lo anunciara, de un día para otro, como si se tratara de una locura. Tal vez toda esa gente no puede imaginarse que alguien que parece tan “normal” como yo pueda acumular tanta tristeza como para querer morir, porque nunca la han sentido ellos mismos, o porque no la han sentido aún.

 

La depresión extrema es una sola, se trata de una sensación particular, los que la han sentido saben de qué hablo, saben que la tristeza puede crecer, crecer mucho, como una sombra que se extiende, llenarte completamente el cuerpo, invadirte por dentro como un cáncer, vaciarte las ganas de vivir, extraer cada emoción, cada pensamiento, dejarte inerte, tirada sobre un sillón, sin fuerzas para moverte, para sentir, para seguir con la vida de siempre. Así es como me sentía yo durante mi episodio de depresión mayor, y ya sé que es difícil de entender para los que nunca lo han sentido, pero era así, tenía el cuerpo exhausto, invadido de tristeza, me había sentido tan deprimida durante tantos años que ya no tenía ganas de seguir pensando nada, de seguir sintiendo, no tenía ganas de moverme ni de respirar. Quería que todo se terminara pronto, de un solo pincelazo, quería que todo volviera a estar  en blanco, sin sonidos, sin imágenes, sin recuerdos. Es por eso que tomé la decisión de morir. No fue una decisión difícil, en realidad no piensas en nada cuando estas en ese extremo de depresión, no piensas en el daño que le haces a los demás ni en las consecuencias de tus actos, si pudieras pensar concienzudamente en una situación así, desde luego no harías nada de eso. Pero de eso se trata la psicosis de una depresión mayor, de que cuando llegas a ese punto tu mente se despega de la realidad por un tiempo. Cuando recuerdo el momento en que intenté suicidarme recuerdo eso, que mi mente estaba muy muy lejos de mi realidad habitual, estaba flotando sobre una nada, más allá de mi vida cotidiana, más allá de las cosas que me habían importado siempre, de las preocupaciones domésticas y las angustias de todos los días por cumplir mis responsabilidades. A veces pienso que cuando tomé las pastillas que pensé que me quitarían la vida, mi mente ya estaba en un limbo parecido a lo que debe ser la muerte, porque ya no era yo la que estaba actuando en ese momento, era alguien más, alguien que ya no tenía ninguna conexión con el mundo.

 

Ahora sé que mi hermana pequeña estuvo todo el tiempo ahí, desde que mi mente empezó a despegarse de la realidad. Lo sé ahora porque recapitulo cómo fueron todos esos días y puedo ponerme en el lugar de ella e imaginar lo que debe haber sentido, la angustia y el miedo de verme a punto de morir, de no poder hacer nada para cambiar la forma en que me sentía. Pero en el momento en que todo sucedía no me daba cuenta de nada, ni de ella ni de ninguna otra persona en mi entorno, sólo estábamos mi depresión y yo. Recuerdo haber escondido las pastillas en una pequeña caja de mentas, recuerdo llevarlas en la bolsa de mi pantalón durante dos o tres días, esperando el momento en que nadie se diera cuenta para poder tomármelas, recuerdo que durante esos días no pensaba en otra cosa más que en el momento de poder quedarme a solas para vaciarme la cajita en la boca, no escuchaba a nadie, no veía a nadie, no me importaba qué hacían ni qué decían, en mi mente sólo estaba llegar a ese instante, el instante de acabar con todo y poder dormir para siempre. Recuerdo también que el instante llegó, que me sentía terriblemente cansada, decepcionada de mí misma, sin fuerzas para nada. Me veo acurrucada en una cama, tapándome la cara con una sábana, las luces ya están apagadas y sólo se escucha el zumbido de la noche allá fuera. A un lado mío duerme mi sobrina de 8 años y mi hermana que piensa que me tiene completamente vigilada. De la bolsa del pantalón que he llevado puesto todo el tiempo los últimos días, saco la cajita y me lleno la boca de pastillas, luego bebo un largo trago de agua de una botella colocada a un lado de la cama.

 

Dice mi hermana que pasaron tres días, que durante ese tiempo sucedieron muchas cosas, que mi sobrina me habló muchas veces para que yo despertara y jugara con ella como hacíamos siempre, que ella, mi hermana, me dejó dormir al principio pensando que lo necesitaba y después de algunas horas se acercó, me habló, me sacudió, se preocupó, enloqueció al ver que no despertaba, llamó a todos los médicos que conocía, me llevó a un hospital a que me lavaran el estómago, me sacaran la sangre, me enjuagaran el cerebro, me subieran, me bajaran y me voltearan al derecho y al revés hasta que despertara. Dice que en algún momento hablé y pedí agua, que trajo a una psiquiatra hasta la recámara de su casa donde yo no terminaba de despertar, y que ahí mismo me consultó, me diagnosticó y hasta me preguntó si estaba dispuesta a ser tratada. Yo, por supuesto, no recuerdo absolutamente nada.

 

La siguiente imagen clara en mis recuerdos se ha quedado grabada en mi mente como una marca indeleble tatuada sobre la memoria, tal vez por el hecho de haber pasado tantas horas inconsciente. Es la imagen de la sala de urgencias de un hospital psiquiátrico, yo estoy sentada en una silla de ruedas y hay mucha luz, la luz blanquecina y mortuoria de los hospitales para enfermos mentales, al fondo está el Dorctor Calzoncitos sentado detrás de un escritorio, tecleando algo que debe ser mi historia psiquiátrica, a la derecha hay una camilla y sobre ella está recostada una chica de piel muy pálida y complexión pequeña, tiene el cabello negro y brillante, debe ser anorexica porque está casi en los huesos. La chica grita ferozmente y se sacude sobre la camilla queriendo liberarse de las ataduras de manos y pies que la sujetan. Yo la estoy observando con curiosidad y con un poco de miedo. Es extraño pero no me pregunto qué estoy haciendo ahí, ni porqué he llegado, lo que hago es observar a la chica, pensar en lo mal que debe sentirse para gritar así, incluso le tengo compasión y lástima, pienso que es vergonzoso enloquecer de tal forma que te lleve a ese extremo de descontrol. No tengo emociones ni sentimientos, de alguna forma es como si no pudiera sentir nada, como si hubiese alcanzado un estado de insensibilidad súbito e inexplicable. Me limito a observar, a pensar, de hecho, que yo jamás llegaría a un punto de locura como el de la chica que se sacude y se desgañita.

 

Es a partir de este momento de la historia que hace su aparición el Doctor Calzoncitos. Está ahí al fondo de la sala de urgencias, frente a la pantalla de su computadora, concentrado en la elaboración de una historia clínica muy extensa que redacta según las conclusiones del interrogatorio que ya me ha hecho. Yo no recuerdo el interrogatorio, no recuerdo tampoco el momento en que he firmado la hoja de aceptación para ser internada en ese hospital, pero después me voy a enterar de que ya he contestado a sus preguntas y ya he firmado mi sentencia, aunque yo no tenga conciencia de ello, el Doctor Calzoncitos ya tiene todas las pruebas de mi culpabilidad en su poder.

 

Lo que sí recuerdo es todo lo que sucede a partir de ese momento, el momento en que el Doctor Calzoncitos termina de teclear y, papeles en mano, se coloca a mis espaldas y me conduce sentada en la silla de ruedas a través de pasillos y elevadores del hospital hasta el pabellón de internamiento para pacientes extremas, es decir, mujeres como yo, severamente enfermas de la mente y del alma. Le llaman “El pabellón de las depresivas”, y como su  nombre lo dice, ahí están internadas las pacientes que han tocado el fondo de la tristeza extrema. Me he preguntado muchas veces porqué confinan en un solo espacio hospitalario a las pacientes con la misma enfermedad ¿No es eso algo contraproducente para el tratamiento de cada una? ¿Acaso no afecta más a una paciente severamente deprimida tener a su lado a otras pacientes en su misma condición?

 

Mientras el Doctor Calzoncitos me conduce por el pasillo central del pabellón de las depresivas mi mente divaga en las posibles historias detrás de cada rostro avejentado y triste que asoma a las puertas de las habitaciones en penumbra. Como en cámara lenta se van desplegando a mi paso las caras resecas de miradas cabizbajas: una chica bajita de cabello rojizo hecha un ovillo sobre el piso al fondo de una de las habitaciones, otra alta de grandes ojos saltones y facciones duras que a pesar de ellas sostiene una mirada sombría que le da un aire de desamparo, una mujer de tal vez más de 50 años, el cabello muy corto, encorvada detrás de la puerta entreabierta de la habitación a oscuras. El Dr. Calzoncitos avanza a través de este pasillo patibulario con determinación, empujando mi silla, como si me llevara a través del purgatorio de Dante.

 

Es solo hasta este instante, cuando veo esos rostros sombríos y fantasmales asomando a las puertas a medio cerrar de las habitaciones de este pabellón, cuando mi mente despierta del todo. De pronto, la conciencia de lo que me está sucediendo me invade de golpe, como si me echaran al rostro con fuerza una cubeta de agua helada. Estoy en un Hospital Psiquiátrico, he querido suicidarme, mi mente se ha despegado de la realidad durante un tiempo inimaginable. Y no quiero estar aquí, no quiero por ningún motivo, este no es el lugar que me corresponde. Un miedo inmenso empieza a llenarme ese hoyo negro en el centro del pecho que antes ocupaba la tristeza. La habitación que me han asignado está en el fondo, es la última del pabellón, el Dr. Calzoncitos me lleva hasta ahí sin detenerse, con la determinación de quien está convencido de que lo que hace es absolutamente necesario por el bien de la sociedad. Me siento un condenado a muerte que ha recibido su sentencia.

 

Antes de llegar a la puerta de la que será mi habitación permanente, vuelvo la cara hacia el Dr. Calzoncitos y le digo con un hilo de voz que ha habido una equivocación, que en realidad no quiero estar ahí. Él no se inmuta un ápice ante mi súplica, sigue conduciendo mi silla como si mis deseos no tuvieran la menor importancia.

 

-Usted ya firmó el acta de consentimiento señora-

 

Dice esto con una frialdad que me congela la sangre. No tengo memoria de ese momento del que habla, no tengo recuerdos de nada que haya sucedido la última semana. Sólo sé que estoy sintiendo un terror indescriptible, un terror que nunca antes había sentido. Sólo sé que no quiero estar aquí, en este purgatorio de las mujeres que cometen el crimen de deprimirse profundamente, de tocar el fondo oscuro de sus tristezas hasta volverse fantasmales. Ya no quiero morir, solo quiero salir de aquí, levantarme de la silla de mi condena y salir corriendo sin detenerme, con una fuerza renovada y desconocida que sienten mis piernas, una angustia desesperada por sobrevivir.

 

Pero el Dr. Calzoncitos es inflexible, él mismo ha hecho el interrogatorio, ha redactado meticulosamente la historia clínica, y ha confirmado el diagnóstico: Depresiva y Psicótica, no hay duda, mi condena es estar aquí, una, dos, tres semanas, tal vez meses, nadie lo sabe, por un tiempo indefinido hasta que mi cabeza sane, hasta que deje de ser un peligro para la sociedad y cure mi propensión a andar regando tristezas infinitas y vacíos inmensos por donde voy. Sin detenerse me conduce hasta el fondo de la habitación, me instala ahí, sobre una de las dos camas que hay en el interior, con barrotes laterales y amarras de cuero en las cuatro esquinas, ayudado por dos enormes y corpulentos camilleros que le acompañan como guaruras sin decir palabra. Antes de salir me extiende un vaso de plástico con agua y una píldora blanca, me ordena que la meta en mi boca y la trague con el agua. Los camilleros a sus espaldas me observan amenazantes. Entiendo que debo tomarla.  Quiero decirle que de verdad es un error, que no deseo estar aquí por ninguna razón, quiero gritarle y suplicarle, escapar de alguna manera. Pero las miradas de los camilleros mantienen mi boca cerrada y mi terror contenido dentro de la garganta, incluso mantengo la vista baja y casi no me atrevo a mirarles de frente. Trago la píldora, el Dr. Calzoncitos revisa el interior de mi boca con un abate lenguas para cerciorarse de que la he tragado, luego se marcha con los dos monstruos silenciosos que le cuidan las espaldas.

 

Cuando mis captores se marchan, mis piernas ya han empezado a temblar de forma imparable, también he empezado a soltar lágrimas abundantes, un gemido muy quedo y lastimero como el de un animal cobarde sale de alguna parte del fondo de mi voz ahogada. Muy cuidadosamente me levanto de la cama, voy hasta la salida sigilosamente y de puntas, me asomo a través de la puerta entreabierta, mostrando el rostro a medias, como las caras fantasmales de las otras enfermas del pabellón, con la misma apariencia de alma en pena. El rostro se me ilumina y la sangre me vuelve al corazón cuando veo a lo lejos venir hacia mi habitación la figura delgada de mi hermana pequeña, ella está aquí, pienso, no estoy sola, ella podrá convencer al Dr. Calzoncitos de que todo esto no es más que una espantosa equivocación. Abro la puerta a todo lo que da, y la recibo con una efusividad que más bien parece auténtica agitación psiquiátrica:

 

-Diles que no quiero estar aquí, diles que es un error, yo no firmé ese consentimiento, no estaba consciente, no recuerdo nada, diles por favor, que me saquen de aquí, tengo que irme enseguida, tú lo sabes, es un error.

Las palabras se me agolpan y se enredan en mi boca tratando de pronunciarlas todas al mismo tiempo. Parezco una auténtica loca. Mi hermana entra a la habitación con cautela, casi con miedo, como yo, me mira como si yo no fuera yo, como si ella no fuera mi hermana. Me pide que entre con ella, me suplica que me calme, que regrese a la cama y me tranquilice. Pero yo no puedo hacerle caso del todo, estoy demasiado alterada, no entiendo por qué no actúa de inmediato como se lo pido, no puedo comprender por qué se comporta con tanta cautela y habla con tanta calma ¿Acaso no se da cuenta de lo que pasa, de lo terrible que es todo esto para mí? ¿Acaso ya no es mi hermana?  Trato de hablar más despacio, pienso que tal vez mi agitación y la rapidez con la que hablo la estén desconcertando, le digo palabra por palabra que hay un error, que me han encerrado aquí sin mi consentimiento, que yo no estoy loca, que ella debe aclarar el error con los responsables de mi encierro. Pero ella no cambia de actitud, sigue hablándome de la misma manera, sigue pidiéndome que me tranquilice y me recueste en la cama, como si no escuchara mis palabras, como si no las estuviera diciendo, o no tuvieran ningún significado. Se dirige a mí como si fuésemos extrañas, uno poco como si me desconociera, o como si en los últimos días yo hubiera sufrido una transformación terrible, de ser humano a bestia horrenda que ella ha dejado de reconocer como hermana y a la cual le teme.

 

Sigue pidiéndome con cautela y un poco de miedo que me relaje y me recueste, sigue diciéndome que me tranquilice porque ahora todo va a estar bien.  Sus palabras no me tranquilizan en lo más mínimo, quisiera decírselo, quisiera que lo platicáramos como siempre, como las hermanas que siempre hemos sido, las que se dicen y se confiesan todo sin límites ni prejuicios, decirle entre bromas, como acostumbramos, que en lugar de tranquilizarme, su forma de hablar me está desquiciando. Pero no alcanzo a decirlo, antes de poder aminorar un poco mi agitación y mi ansiedad empiezo a desquiciarme sin control, sin darme cuenta le empiezo a gritar horriblemente, de forma feroz, como si en realidad fuera la bestia que ella cree ahora que soy, le grito desgarrándome la garganta, le ordeno que aclare la confusión con los médicos a cargo, que les diga inmediatamente que me liberen.

 

Los gestos de mi cara deben estar distorsionados, mi imagen debe ser ahora mismo grotesca, como la de una bestia famélica de la mitología más sanguinaria, porque mi hermana me mira con horror, con una mirada que nunca le he visto antes, los ojos se le llenan de lágrimas, se arrincona en una esquina temiendo ser atacada en verdad por este animal psicótico y tremendamente agresivo en el que me he convertido. La imagen de mí misma reflejada en su mirada horrorizada es repugnante, insoportable.

 

Salgo de la habitación enloquecida y vuelta una furia, ya no tengo miedo, ya no me siento la misma de hace unos momentos, el animalillo asustado sentado sobre la silla de ruedas siendo conducido a la fuerza a su calvario, ahora estoy enfurecida, una rabia incontrolable me hierve en el pecho y circula con fuerza vehemente por todo mi cuerpo. Ahora realmente me he convertido en esa bestia, la mujer demente y psicótica que ha sido condenada al encierro con justicia.

 

Al fondo del pasillo, en el extremo opuesto distingo al Dr. Calzoncitos, está recargado sobre un barandal, solo, leyendo plácidamente un grueso libro, me dirijo con firmeza y rapidez hacia donde está, es justamente a él a quien La Bestia quiere atacar y demoler. El resto de las pacientes del pabellón asoman asustadas sus cabezas por las puertas a la espera del espectáculo que se aproxima. El Dr. Calzoncitos está distraído y aún no se ha dado cuenta de lo que está a punto de suceder. Cuando llegó hasta donde está, al fin se percata y levanta la mirada de su libro, me ve desde la inferioridad del que se sabe sorprendido. Yo le veo ahora diminuto y desvalido, muy lejos de los dos gorilas que le cuidan las espaldas y le dan valor para mandar, es como si en unos cuantos minutos yo hubiera crecido como Hulk, unos 20 centímetros de alto y muchos kilos de músculo. Con el rostro desfigurado de la bestia que soy, le ordeno que me saque inmediatamente de este sitio, le grito lo que antes le he querido decir, que esto es un error estúpido, yo no pertenezco a este lugar, no estoy enferma de nada y no he consentido estar aquí.

 

En los ojos asustados e indecisos del Dr. Calzoncitos, veo otra vez a esta bestia irreconocible, esta bestia mujer demente en la que me he convertido de pronto. Mis gritos y mi furia no tienen control, él me dice con voz muy baja y temerosa que no puede hacer nada para cumplir mis demandas, trata de explicarme con mucho miedo y cautela, como antes mi hermana, que son las 12 de la noche y el turno administrativo ya ha terminado, cualquier cambio a mi expediente tendrá que esperar a mañana. Ahora es él el animalillo asustado y sometido, es él el que tiene miedo de abrir la boca y desatar mi furia. Yo no escucho ninguna de sus palabras, mis gritos son cada vez más fuertes y amenazantes, ya no sé lo que digo, yo misma no entiendo mis palabras, sólo sé que a través de mi garganta sale como una explosión la rabia que inunda en este momento el cuerpo de La Bestia.

 

El Dr. Calzoncitos se queda mudo y sin respuestas y este animal que ahora soy decide volver a la habitación donde mi hermana sigue petrificada de espanto y asomando la cabeza a través de la puerta como el resto de las pacientes del largo pabellón. Al verme entra de nuevo despavorida al interior, yo estoy hecha un vendaval de ira y al llegar cargo en vilo la única silla de metal que hay dentro y con ella me introduzco en el pequeño baño de la habitación, cierro la puerta con un azotón ruidoso y la atoro con el respaldo de la silla. Me quito el suéter que traigo puesto y mirando directamente a los ojos a La Bestia frente al espejo, ato las mangas del suéter sobre mi cuello y jalo del nudo con todas las fuerzas que tengo en un afán casi logrado por estrangularme.

 

Afuera ya se escucha el alboroto y los golpes secos sobre la puerta del baño. Son los dos enormes gorilas del Dr. Calzoncitos y él mismo en persona tratando de abrir la puerta del baño con fuerza brutal y tremendos golpes. Mi hermana está aún en el rincón y llora desconsoladamente. Evidentemente logran sacarme antes de que cumpla mi demente cometido. El Dr. Calzoncitos me sostiene con fuerza inimaginable de un antebrazo para impedir que siga asfixiándome, los dos gorilas me cargan por las alturas de la habitación y en un abrir y cerrar de ojos me veo tendida en la cama, atada de manos y pies a las esquinas con las cintas de cuero sujetas de los barrotes.

 

Pero La Bestia sigue ahí, aún atada y sometida sigue desgarrándose la garganta, sigue forcejeando contra sus ataduras con una energía sobrehumana, impropia de mi escueto cuerpo de 50 kilogramos. Le grito al Dr. Calzoncitos, que es a quien quisiera realmente estrangular con mis propias manos, le espeto que es un pocos huevos, que es un animalillo cobarde que sólo se atreve a mandar y enfrentar pacientes cuando lo cuidan sus gorilas de mierda, le ofendo hasta lo indecible, le digo que no es ni siquiera un psiquiatra real, es tan solo un residente, un perdedor en la vida que ha tenido que conformarse con hacer Psiquiatría porque seguramente su puntaje en el Examen Nacional no le ha alcanzado para hacer Cirugía. Él aún está ajustando las ataduras que me sujetan, antes de esto no se ha inmutado con mis gritos y mis ofensas, pero cuando digo esto último su mirada y su gesto cambian, una sombra de resentimiento y odio se le instala en la cara, ajusta mis ataduras con mayor saña, me mira desde la superioridad de su libertad, sus ojos brillan su triunfo y parecen responder a mis ofensas con burla: “Si, tal vez yo soy un perdedor en la vida que no ha podido hacer Cirugía, pero tú estás aquí encerrada por la fuerza, atada a una cama en un manicomio, y no eres más que una loca”.

 

He estallado en llanto después de esto, un llanto rabioso al principio, lleno de la furia de La Bestia, después sólo un llanto quedo y desconsolado, como el de mi hermana arrinconada en una esquina, presenciando la depravación y la humillación del acto, el llanto de un animalillo que ha sido finalmente cazado. Calzoncillos acerca su despreciable figura a mi cuerpo llevando una jeringa cargada con sedante en la mano. Lo último en lo que pienso antes de caer en el precipicio de la inconsciencia artificial, es en la chica de la sala de urgencias, la anoréxica, gritando y forcejeando contra sus ataduras como una demente, la negra y abundante cabellera sobre la cara de tez muy pálida.

 

La pequeña historia de mi episodio de depresión mayor no termina aquí. A veces pienso que tal vez esta historia empezó hace más tiempo del que calculo y tal vez nunca terminará del todo. Pero la horrible estancia en el Psiquiátrico desde luego sí tuvo fin. No fue un final feliz, he de decir. Pasé muchos días ahí, muchos más de los que hubiera querido. Mientras estuve ahí aún pasaron muchas cosas más, no las recuerdo todas con precisión. Dice mi hermana que La Bestia hizo su horrenda aparición en más de una ocasión, que corrió por los pasillos y ofendió a quien se atravesó, que gruñó con furia y volvió a forcejear inútilmente. Pero mi otra yo estuvo realmente más tiempo presente en ese sitio, la yo de siempre, la melancólica y triste, la de los hoyos negros de soledad y la tristeza sin límite. Esa otra yo se sentaba durante horas frente a una ventana al fondo del pabellón que daba a un jardín boscoso, miraba absorta hacia el exterior, se perdía en el azul profundo del cielo, luego lloraba en silencio, durante mucho tiempo, sin gestos, sin movimientos, sólo lágrimas, como si la tristeza infinita del interior estuviera desbordando su cuerpo vuelta agua.

 

Esa otra yo jamás probó alimento mientras estuvo encerrada, era su forma de protestar por haber sido condenada sin juicio ni posibilidad de apelación, jamás habló con las otras pacientes depresivas, ni quiso convivir con nadie en ese claustro dantesco sin sentido, sólo se mantuvo aislada y triste, como antes de querer morir, como casi siempre.

 

Esa otra yo se volvió a cruzar algunas veces con el Dr. Calzoncitos mientras estuvo ahí, él le veía con el resentimiento dolido y mezquino del que ha sido descubierto en su miseria humana, pero ella dejó de verle como un perdedor, le veía aún demasiado joven, aún demasiado ingenuo. En algún momento llegó a verle con el corazón, el de su tristeza extraña, le vio reflejado en el hoyo negro y profundo de soledad que carga siempre en el centro del pecho, y ahí, el Dr. Calzoncitos solo era un niño, pequeño y perdido, lleno de miedo como ella, aún intocado por los desaires de la vida, un niño que todavía cree en los cuentos de hadas, en la autoridad que dan los títulos y las batas blancas, en la protección que dan los gorilas, en los locos, en los sanos, en la existencia terrenal de la cordura.

 

 

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de todo lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   depresión, psicosis, locura, suicidio, Eréndira Svetlana

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