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Callejera

 

 

                                                                         

por Eugenia González

Es una calle larga y arbolada, con dos carriles amplios de asfalto recién estrenado, separados por un ancho camellón sembrado de jacarandas a cada cinco pasos.   Las ramas de los árboles son gruesas  y se tuercen hacia el cielo imbricadas unas con otras en nubes de pequeñas flores moradas que se desprenden frágiles y ligeras a la menor provocación.  Trepamos por esas ramas robustas hasta sus cúspides alargadas,  al hacerlo tiemblan y caen esas pequeñas flores sobre el pasto. Al final del día el camellón se ha vuelto un manto violáceo extendido como una culebra a todo lo largo de la negrura del asfalto. A lo lejos el sol se pone rojo y perplejo en la orilla del horizonte y nosotros le observamos  cada tarde de verano con estupor, sentados sobre las robustas ramas de los árboles,  como si nunca más fuera a salir de su entierro iridiscente entre los  volcanes. 

 

Después anochece,  yo permanezco un rato más sobre la copa de los árboles, hurgando el cielo estrellado a través de sus ramajes.  Los demás bajan de sus ramas y se dispersan en grupos a lo largo de la calle, algunos corren y lanzan pequeños gritos sofocados mientras se persiguen unos a otros y se escabullen entre los autos estacionados al pie de las banquetas. Otros simplemente hablan  entre sí y ríen.  Nos reunimos todos aquí por las tardes de verano, somos todos vecinos de la misma cuadra, algunos otros son allegados de las calles cercanas, todas las tardes sobre el camellón de las jacarandas, lejos del sopor vespertino dentro de las casas, lejos de sus silencios lúgubres y su sordidez asfixiante.

 Mi padre nos ha prohibido la calle. Cuando llega de noche cargando su pequeño maletín negro y el nudo de la corbata desbaratado a medias, habla enérgicamente y con severidad nos prohibe la calle. Especialmente a nosotras, las menores. Con Santiago, mi hermano mayor y único hombre en la casa,  mi padre ha hecho siempre una excepción. Hay un acuerdo tácito entre mi padre y  Santiago, en ese acuerdo es a él a quien pertenece la calle, le pertenece el mundo exterior en nombre de su género y su condición inapelable de hijo mayor. 

 

A sus doce años Santiago se ha vuelto el amo y señor de la cuadra.  Es él quien preside las reuniones de las tardes en la avenida de los árboles, él también quien trepa al más alto y espigado de ellos retando a los demás desde su altura, él quien lleva  los charpes y las piedras en los bolsillos del pantalón, el responsable de los pájaros muertos y los sapos aplastados que acaban a media calle sobre la avenida, el que encabeza un puñado de niños con las caras sucias y los pantalones raídos haciéndolos llamar pandilla, y les obliga a trepar los enormes postes embadurnados de chapopote, o les motiva a emprender la caza infame de la rata gigante con palos y piedras.  Nada en esas cinco cuadras de casas bajas y bardas de piedra ocurre sin que Santiago tenga noticia exacta de ello, porque a él le pertenecen esas calles, son el territorio inobjetable de su naciente hombría. 

A nosotras no. Para las mujeres la calle está vedada, cuando menos en el juicio severo de mi padre. Sin embargo Rosaura y yo nos escabullimos a penas se anuncia el atardecer, cada día de este verano largo.   Salimos por la puerta del patio trasero de la casa para no ser vistas por mi madre.  Nos desaparecemos cuando la tarde escampa y el sol ya va camino de su pozo de lava en el horizonte.  

 

Mi madre nunca se da cuenta, en general, mi madre a penas nota nuestra presencia, está abrumada entre trastes sucios y pilas de ropa por planchar. Está también embebida en la angustia que le provocan las fiebres interminables de Esmeralda. Hace meses que mi hermana pequeña está en cama, con fiebres altísimas que la tienen en un estado delirante la mayor parte del día. Mi madre trata de estar junto a ella todo el tiempo. En los ratos en que Esmeralda se queda dormida, mi madre corre a la cocina a tratar de poner las cosas en orden.

Desde que Esmeralda enfermó, mi padre está más serio y enojado que nunca. Habla muy poco cuando está en casa, especialmente durante la cena, pregunta por Esmeralda a mi madre, que se apresta a servirle lo que ha podido guisar a duras penas durante la tarde. -Sigue igual- contesta mi madre, -las medicinas ya no le hacen nada-. 

Es entonces cuando mi padre endurece más el gesto de por sí adusto y contraído, cuando aprieta los dientes y su mandíbula se vuelve más cuadrada. Nos lanza una mirada severa a Rosaura y a mí, arrinconadas y silenciosas en un extremo de la mesa de la cocina, -Ustedes no ayudan a su madre-, nos dice conteniendo la furia, -Como me entere que han salido a la calle, las voy a castigar lo que queda de las vacaciones-.

 

Pero la tarde siguiente Rosaura y yo estamos otra vez ahí, en la avenida de las jacarandas, porque Delia y Catalina, nuestras vecinas, han venido a buscarnos, dicen que tenemos que ir, dicen que hay un niño nuevo en la cuadra, que es primo de David, el mejor amigo de mi hermano, y ha venido a pasar las vacaciones a su casa. Mi madre está otra vez atareada con las fiebres de Esmeralda, han empeorado desde la mañana, no sabe que estamos ahí y tampoco se da cuenta cuando nos escabullimos nuevamente por la puerta trasera. Yo no quiero ir, estoy angustiada por Esmeralda, la he escuchado delirando durante la madrugada y por la mañana he visto sus ojos más hundidos que nunca, las cuencas debajo de ellos más oscuras, ha perdido mucho peso y está casi en los huesos. Pero Rosaura me dice que no sea mala, que la acompañe nada más un rato, así que las dos salimos a escondidas de mi madre y caminamos hasta la avenida siguiendo a Delia y a Catalina, que también han escapado de la vigilancia de su madre antes de venir a buscarnos.

El niño nuevo se llama Carlos, tiene pecas incontables sobre las mejillas rojizas, el resto de la piel de su cara es muy blanca. -Esta muy raro-, dice Rosaura. Pero yo no creo que sea raro, en realidad parece simpático, es más delgado que los otros vecinos,  el pelo lacio y claro le cae sobre la cara, está un poco pálido y camina con las manos metidas en los bolsillos del pantalón de mezclilla. Es algo tímido y no grita como un salvaje cuando persigue a la rata con un palo en la mano, como hacen el resto de los niños de la pandilla de Santiago. Sólo los sigue de un lado a otro de la calle caminando de prisa, sin sacar las manos de los bolsillos, como para no quedar mal con el grupo. Pero se ve claramente que correr como energúmeno no es lo suyo.

A media tarde, es evidente que Carlos ya está aburrido de perseguir ratas, de trepar a los postes embarrados de chapopote, de destripar sapos con las piedras que los otros niños han recolectado de los lotes baldíos, de liarse a puñetazos con los vecinos para demostrar quién es más hombre. Santiago le ha dicho a David que su primo no le cae bien, no es como el resto de sus achichincles, no se somete a las leyes que él ha impuesto en el vecindario, ni lo sigue como los demás, sin chistar ni poner en duda su estatus de mandamás. Pero David ha abogado por Carlos, -es que viene de la capital, pero nomás va a estar unos días por aquí, dale chance de que ande con nosotros- le pide David a Santiago.

Es verdad, Carlos no es como los otros niños del vecindario, por eso Rosaura piensa que es raro. A Carlos no le gusta correr ni jugar pesado, prefiere caminar tranquilo y pensativo, se queda viendo hacia la copa de los árboles por largo rato, luego se agacha y recoge una flor violeta y la inspecciona con paciencia, como si nunca hubiera visto nada parecido. Cuando el ocaso se acerca, trata de trepar con dificultad a una de las jacarandas, lo logra cuando ya todos estamos encaramados como cada tarde sobre nuestras ramas, haciéndonos bromas o platicando. Yo me bajo de la rama a la que he trepado y voy hasta el árbol donde está Carlos, alejado de los otros, subo hasta donde está y me siento junto él, la rama tiembla con mis movimientos y una decena de flores moradas caen otra vez sobre el pasto. Carlos se queda mirando cómo caen todas esas flores, como si esa lluvia violácea cayendo sobre el camellón a cada leve movimiento de las ramas fuese todo un espectáculo. 

-¿Nunca te habías subido a una jacaranda?- le pregunto

 

-Si, muchas veces, cuando era chico, pero hace muchos años que no me trepaba a una-

El sol a lo lejos se está metiendo entre los volcanes con la parsimonia de cada tarde, Carlos y yo platicamos sentados en nuestra rama, viendo cómo caen de vez en cuando las flores moradas. Carlos me cuenta que vive con su papá en el Distrito Federal desde hace seis años, pero no es de ahí, nació en Michoacán, sus papás se divorciaron cuando él tenía 5 años. Se acuerda de la casa de su mamá en Morelia, tenía una jacaranda en la entrada, era enorme, al menos él la recuerda así, sus ramas estaban tupidas de flores en verano, él se trepaba a la más baja y se quedaba ahí quietecito, mientras tanto sus padres gritaban y se peleaban azotando las puertas dentro de la casa. Dice que extraña esa jacaranda, que extraña mucho la casa de su mamá y esa ciudad ordenada y limpia en la que vivía. No dice que extraña a su mamá, pero yo sé que si, que las flores moradas le recuerdan algo de lo que no quiere hablar, por eso se queda viéndolas caer y las inspecciona como si fueran pequeños objetos de otro mundo.

Cuando la noche ya se ha cernido sobre la avenida, Carlos desprende una ramita delgada de la jacaranda y ensarta en ella unas cuantas flores, la dobla y hace con ella una diadema que coloca entre mis cabellos con mucha delicadeza. Luego acerca su mano a la mía y la acaricia muy tímidamente, - Te pareces a una amiga que tenía en Morelia- dice. De cerca la piel de su cara es más blanca y las pecas de sus mejillas son más numerosas, tiene unos labios muy rojos y muy húmedos. Quiero cerrar los ojos y darle un beso, pero en el momento en que lo imagino escucho los gritos de Rosaura, va por toda la calle buscándome, es hora de regresar, mi padre debe estar por volver a la casa. 

Bajo de la jacaranda a toda prisa, raspándome las rodillas con el tronco, casi caigo al pasto en el último tramo, ya es de noche y la calle está más oscura que nunca, no veo a Rosaura por ningún lado, así que voy directamente a la casa, entro por la puerta de atrás y veo que todas las luces dentro de la casa están prendidas, mi padre ya está en la cocina, mi madre está sentada a la mesa y llora desconsolada, Esmeralda ha empeorado y mi madre ha llamado al médico, habrá que llevarla al hospital para atenderla.

Cuando mi padre me ve llegar con el cabello enredado en una diadema de flores moradas, el dolor que ha contenido todas estas semanas por fin estalla, me toma por un brazo y me levanta en vilo, me arranca la diadema con un solo movimiento, luego me golpea con la palma de la mano durante mucho tiempo hasta que se cansa, mientras me pega grita con la voz ronca lo que nos ha dicho los últimos días, que Rosaura y yo nunca ayudamos a mi madre en la casa, que todo lo que ha pasado es culpa nuestra, al final solo le quedan fuerzas para decir con su voz ronca que soy una callejera, igual que Rosaura, ¡Callejera!, me dice, una y otra vez, ¡Eres una callejera!

Mi madre, todavía sentada a la mesa y con las manos cubriéndole el rostro, sigue llorando, Esmeralda en la habitación del fondo todavía arde en fiebre y está delirando, yo ya no escucho a mi padre, sólo pienso en que Rosaura aún no aparece, en que ojalá no llegue hasta que mi padre se calme, pienso en Santiago allá en la avenida oscura con su charpe y sus piedras persiguiendo a la rata con su pandilla, pienso en Carlos, en sus pecas y su cara pálida, en las jacarandas temblando en la negrura de la noche sobre la larga avenida, sus flores moradas todavía cayendo en una lluvia infinita que mañana habrá dejado el camellón pintado de violeta.

 

 

 

 

 

 

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   sueño, separación, historias, verano,

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