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Amor puro

y verdadero

                                                                       

por Guadalupe Cerezo

Parece que fue ayer. Tengo el recuerdo muy claro de mi primera impresión de ese pueblo, bañado por la tierra seca, salpicada por árboles de piñón y todo tipo de cactus. Los lugareños presumen que ahí se da el mejor xoconostle de la región, además de que tienen historia, ya que a escasos metros se alza la ciudad de Cantona, las haciendas señoriales de ayer forman parte del paisaje cercano a Tepeyahualco, enclavado entre Oriental, Libres, Alchichica y Perote. 

Hace 40 años llegamos ahí mi madre y yo para llevar a Gema, mi hermana, quien trabajaría como profesora. El único medio de transporte era el tren que iba a Veracruz. Cuando arribamos, me pareció imponente, quizá porque el jardín principal, junto con la presidencia y la iglesia, se edificó en lo alto, y el acceso a él era —y continúa siendo— por escalinatas de piedra.  

 

La escuela primaria compartía el edificio con la presidencia o, mejor dicho, la presidencia compartía su edificio para que funcionara ahí el plantel. Al caminar hacia la Dirección, nos tropezamos con una mujer hermosa –ahora sé que en aquel entonces tenía treinta y siete años–de nombre Graciela Rodríguez de la Fuente, quien vivía y daba clases en ese lugar. Nos saludó con mucho respeto y nos invitó a su casa grande 

–como la de los pueblos–, la cual, sin embargo, tenía muchas carencias, en ella viviría mí hermana, compartiría con Chelita, como cariñosamente la llamaban sus amigos, esa humilde vivienda. 

El otro personaje llegó por la noche, su nombre era Joel Hermoso Limón, caballero educado, de modales refinados, mediana estatura, cabello ondulado, rollizo —aunque varonil y atractivo—, a quien le calculé como treinta años. La dama de la casa nos lo presentó como su novio, y él se inclinó respetuosamente para decirnos: “Mucho gusto en conocerlas, coma, Joel Hermoso Limón, coma, para servirles, punto”. 

Las tres nos sorprendimos al escuchar la voz cálida del hombre que con signos de puntuación continuó la conversación. Aquella noche, entre ambos nos contaron que llevaban quince años de noviazgo, sin tocar el tema matrimonio. 

Joelito era el tipo de hombre que cualquier mujer desearía: familia de abolengo; grado de Bachiller; pianista, acordeonista, guitarrista y compositor. Era el típico caballero que sobresalía del común denominador, incluso la gente del pueblo lo reconocía como el músico oficial, asistente infaltable en todas las serenatas; además, le hacía a la mecánica, por las mañanas fungía como secretario de la presidencia y contaba con un aparato de proyección, con el cual recorría las rancherías y ofrecía las películas de Jorge Negrete y Pedro Infante para exhibirlas al respetable. También se decía que escribía tan bien como hablaba. 

A pesar de que ellos se encontraban felices por vivir su relación amorosa, el romance no era bien visto por la familia de él, por aquello de las clases sociales. De acuerdo con lo que nos contaron, Joel visitaba a Chelita cada tercer día, y la conquistó poco a poco, con su hablar correcto y su trato caballeroso. El amor de esas dos almas se percibía en sus miradas, en sus manos entrelazadas y en los besos furtivos que se daban.  

Las veces que se veían, él salía corriendo a las nueve treinta de la noche con la promesa de regresar. En muchas ocasiones escapó por el patio trasero de su mansión, en plena madrugada, para llevarle serenata a su amada, y regresaba sigiloso para no enojar a sus padres. 

En la vieja casona, los progenitores de Joelito le insistían en el rompimiento de esas relaciones, según ellos mal vistas, y le repetían que no tenía su consentimiento para casarse si tal idea le había cruzado por la cabeza. 

La vida transcurría monótona; él, con sus ocupaciones habituales, ella en la escuela con los niños, aunque cabe mencionar que Chelita era muy querida y respetada por las personas del municipio, ya que por las tardes hacía labores benéficas como vacunar a los niños de las rancherías en un carretón tirado por mulas. 

A los moradores del lugar ya ni les llamaba la atención esa relación 

–aderezada con suspiros, miradas, abrazos respetuosos, besos casi solemnes y, eso sí, frases vertidas con puntos, comas, dos puntos, comillas, etcétera–, pues formaba parte de la vida del pueblo y sabían de la gran moral de los involucrados.  

Transcurrió el tiempo, el luto visitó a la familia Hermoso; primero el padre, después la madre. Las hermanas decidieron alejarse y emigraron a Puebla, solo el caballero se quedó en aquella casa, pero inexplicablemente la soledad y libertad no hicieron que modificara sus hábitos y costumbres. 
 
Las visitas siguieron puntuales, cada tercer día, pero si había luna llena Chelita no lo recibía, porque por una extraña razón —que no nos compartieron— no soportaba contemplar la belleza de nuestro satélite natural, pues hacerlo le provocaba llanto y tristeza. 

En el volar del tiempo, hace aproximadamente quince años, unos pillos entraron a la casa del señor Hermoso para robar. Don Joel, a sus sesenta años luchó sin suerte, los asaltantes lo dejaron malherido. 
 

Al enterarse Chelita, corrió y estuvo a su lado hasta que se recuperó, y a partir de ahí cambiaron muchos de los hábitos de él. Se cuenta que olvidaba las citas o, al contrario, iba sin avisar; sin embargo, los enamorados otoñales no perdieron la ilusión de verse y, por supuesto, aquel caballero seguía hablando con ese estilo único y peculiar. 

 

Cuando Joel cumplió sesenta y cinco años llegó la novia formal, la que no perdona a nadie, la muerte, y le arrebató a Chelita su primer y único amor. Incluso en la agonía, las últimas palabras que ella le escuchó fueron: "Graciela querida, punto. Te amaré, coma, por siempre, punto", y ella, a sus setenta y dos, quedó sola y virgen. La familia de ella —su hermana y sobrinos— se acercó, la visitaba cuando el tiempo se lo permitía, hasta que Chelita viajó al lado de su querido Joel.  

Hoy, la gente de más edad en el pueblo comenta que sus hijos y nietos, que acostumbran llegar en las madrugadas, han escuchado un acordeón y cantos románticos; las beatas se persignan cuando ven la sombra de Joel tocando la puerta de la casa de Chelita; otros afirman que en la presidencia se ha oído el tecleo de la vieja máquina que hace muchos años ocupó el que fuera secretario de ese lugar. 
 

Los pobladores de Tepeyahualco aún hablan de aquel noviazgo de más de cincuenta años que por ese solo hecho ya es una leyenda. Y ahora, que los dos están en otro lugar, no falta quien asegure que los han visto en el jardín tomados de las manos, con sus cuerpos y rostros jóvenes como cuando yo los conocí. 

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags   amor puro, relato, mitos, leyendas, Guadalupe Cerezo

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