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Amor líquido

 

 

                                                                         

por Xóchitl Niezhdanova

Al principio los matrimonios eran arreglados con base en los intereses económicos de las familias involucradas. Y entre los miembros de la clase baja existía la figura de la casamentera, que pactaba la unión de una pareja, de mutuo acuerdo con los padres; y con las posibilidades económicas de ambas partes. Durante la Edad Media comienza a gestarse el amor romántico con el surgimiento del amor cortés muy cercano a lo que actualmente se conoce como amor platónico. Fue hasta la revolución Industrial de 1789 que el amor romántico al cual solo tenían derecho las clases acomodadas, se extendió al resto de la sociedad. El amor romántico unió lo que antes solo ocurría de manera separada: amor, pasión, expresión de la sexualidad y libertad de elección. El ser humano se creyó libre de elegir su destino y fomentó el concepto del amor como un sentimiento incontrolable que caía sobre la pareja igual que la indetenible flecha de cupido. Se hicieron poemas y canciones para enaltecer ese sentimiento tan puro del que prácticamente era imposible escapar. Pero el flujo de la vida cotidiana y los cambios en la estructura económica, fueron trastocando el enaltecido concepto del amor romántico. Finalmente su período de gracia terminó. Actualmente el amor es un producto más de consumo, de entre todos los existentes en el Mercado, y se rige por las mismas leyes a las que está sometida cualquier otra mercancía de cambio. 

 

En las relaciones amorosas ya no se persigue el deseo, sino las “ganas”, la satisfacción instantánea que tan pronto termina puede volver a recomenzar haciendo víctima de su ansiedad a un nuevo “objeto” en el cual saciar la prisa por obtener placer instantáneo. Los civilizados ciudadanos de la sociedad actual, que se interrelacionan con madurez y desapego, desconocen que el verdadero deseo necesita tiempo para elaborarse, para surgir y consolidarse. Y también que, al perseguir nuestro verdadero Deseo, nos vemos impelidos necesaria e indefectiblemente al encuentro con el Amor, algo de lo que huimos por miedo a quedar atrapados en una prisión de exclusividad y compromiso; máxime si éstos están presididos por el régimen de la legalidad.  

 

El compromiso en nuestra sociedad se establece en función del grado de satisfacción que nos propicia una relación, si esta resulta para nosotros una alternativa viable, y si el abandonarla nos causará la pérdida de una inversión importante: ya sea de tiempo, de dinero, de propiedades compartidas, o hijos. Así una relación se convierte en una inversión como cualquier otra. El dedicarle tiempo, dinero y esfuerzo nos debe garantizar el poder “cortar por lo sano” cuando ésta ya no cubra nuestros requerimientos de satisfacción, reducir al mismo tiempo las pérdidas que la misma ocasione; porque todos odiamos despilfarrar el dinero. En nuestra mente está la idea de que lo que se perdió o se eligió no disfrutar, a causa de esa relación, se nos deberá devolver con creces una vez que demos por terminado el contrato.  

 

Los que aún se atreven a invertir en una relación esperan seguridad a cambio: una mano que nos ofrezca ayuda en el momento que más lo necesitamos; que ofrezca socorro en el dolor; compañía en la soledad; que ayude cuando hay problemas; que consuele en la derrota; que aplauda en las victorias y que ofrezca una pronta gratificación. Pero en vista de que hablamos de una inversión, no podemos esperar fidelidad, como no la esperaríamos ante una venta de acciones, ni tampoco podemos tener la certeza de obtener ganancias. El experto de bolsa que nos informa sobre si nuestras inversiones están a la alza o a la baja, no existe en el caso de una relación, y debemos ser nosotros mismos los que estemos permanentemente atentos, para cuidarnos del desengaño de una relación amorosa que termina, y de las pérdidas que esto implica. Por lo que si queremos arriesgarnos a la empresa de establecer una relación en pareja a la vieja usanza debemos tener presente que la palabra “compromiso” simplemente no significa nada a largo plazo. 

 

Tanto permanecer en solitario como establecer una relación de pareja, aun siendo por la intermediación de la ley, ocasiona la misma inseguridad. Solo cambian los nombres que se le puedan dar a la ansiedad que en ambos casos se genera. 

 

En el presente, cada vez más individuos echan mano de la llamada “relación de bolsillo”, que es la encarnación de lo instantáneo y lo descartable. Nada de enamorarse, nada de esas súbitas marejadas de emoción que nos dejan sin aliento, nada de esas emociones que llamamos  «amor» ni de esas alas que sobriamente denominamos «deseo». La convivencia es lo único que cuenta. Cuanto menos invirtamos en la  relación, tanto menos inseguros nos sentiremos cuando nos encontremos expuestos a las fluctuaciones de nuestras propias emociones futuras. Detrás de este  falso telón de las relaciones de bolsillo, la realidad es que todos buscamos pareja y “establecemos  relaciones” para evitar las tribulaciones de la fragilidad, pero tras azarosos vaivenes  de engaños y desengaños, llegamos a descubrir que esa fragilidad  resulta aún más penosa que antes. Lo que se esperaba y pretendía que fuera un refugio contra la fragilidad se ha convertido en realidad en su caldo de cultivo. 

 

Cuando el amor romántico “maduró” comenzamos a buscar “afinidad” entre los prospectos a establecer relaciones con nosotros. Algunos de los elementos frenéticamente perseguidos en nuestros vínculos amorosos como el palmeo de espaldas, la proximidad, la intimidad, la «sinceridad», el «entregarse sin reservas», sin guardar secretos, la confesión compulsiva y obligatoria, se convirtieron rápidamente en la única defensa humana contra la soledad, y en la única forma de cumplir nuestro anhelo de unión. Para salir del enajenante círculo de nuestra individualidad ampliamos forzadamente nuestra identidad a un “nosotros” que constituimos en una nueva identidad magnificada a la que nos aferramos enfermizamente. Para hacer de nuestra pareja el cómplice  ideal lo sometíamos a ritos confesionales con el propósito de que al revelar su intimidad mostraran un “interior” similar al nuestro, y por lo tanto familia, que nos permitiera exorcizar nuestro miedo a la intromisión de un entorno cada vez más hostil. Así, dentro de las familias conformadas bajo esta práctica creció el “parentesco” a medida que disminuía la atracción inicial y se empequeñecía el poder de la afinidad.  

 

Pero sobrevino la ruptura de este compromiso producto del “amor” y el conglomerado social se llenó de familias desembradas e individuos dejados al garete mientras se ahondaba el sentimiento de soledad y pérdida. El vacío social dejado por los matrimonios perdurables, y los vínculos estrechos que generaba el amor romántico, fueron sustituidos por el amor instantáneo que comenzó a pulular en la controvertida Red, el mayor invento de nuestra sociedad “líquida”. En el espacio cibernético, aséptico  e infinitamente modificable, el flujo de unión y separación realizado a la velocidad con que viaja un byte, posibilitó percibir la existencia del impulso a la libertad, y el anhelo de pertenencia, como dos fenómenos simultáneos, sin que en el medio los usuarios percibieran la rapidez con que ambos impulsos disminuían y desaparecían dando lugar a un sentimiento de soledad aún más aberrante. La gente se “conecta” en una busca frenética por reconciliar ambos impulsos que son conceptualmente irreconciliables. Buscan una navegación segura (al menos no fatal) entre los arrecifes de la soledad y del compromiso, con el permanente miedo a la exclusión y la garra amenazante de los lazos conyugales asfixiantes; entre el irreparable aislamiento y la atadura irrevocable. 

 

Pero la cultura de la modernidad parece decirnos: no se dejen atrapar; eviten los abrazos demasiado firmes; recuerden: cuanto más profundos y densos sean sus lazos, vínculos y compromisos, mayor será el riesgo. La soledad detrás de la puerta cerrada de una habitación, y con un teléfono celular a mano, es una situación más segura y menos riesgosa que compartir el terreno común del ámbito doméstico, antaño tan deseado. No se necesitan habilidades sociales para encontrar pareja por internet, no hay repercusiones en la vida real, y con un simple clic podemos borrar una relación inconveniente y regresar al mercado de personas para encontrar una nueva ronda de parejas, cuyos nexos con nosotros nunca serán suficientemente profundos para darlos por terminados simplemente con bloquear al contacto en turno. 

 

Sin embargo, la transición del amor romántico a esta especie de “amor líquido” fácilmente canjeable a través de internet no fue casualidad. Su surgimiento tuvo lugar una vez que comenzaron a desaparecer las relaciones de tiempo completo, el compromiso y la obligación de «estar allí cada vez que me necesites», elementos todos presentes en la  lista de condiciones indispensables para conformar una pareja a finales del siglo pasado. A medida que nuestras sociedades se vuelven más individualistas, líquidas y modernas, el terreno sólido de las relaciones “humanas” desaparece. 

 

Más nos vale estar conscientes de que nuestra pareja puede decidir acabar con la relación en cualquier momento, con o sin nuestra aprobación. Tan pronto como descubra que hemos perdido nuestro potencial como fuente de gozo, o que ya no ofrecemos la promesa de nuevos placeres, o solo porque el pasto luce más verde del otro lado de la cerca. Invertir sentimientos profundos en una relación y jurar fidelidad implica correr un alto riesgo. El hacerlo nos convierte en dependientes de nuestra pareja, algo que es considerado prácticamente como una ofensa y sinónimo de discapacidad emocional. Aunque lo cierto es que la dependencia es la base de la responsabilidad moral hacia el Otro, según Lógstrup y Levinas. Las parejas laxas, y evidentemente revocables, han reemplazado al modelo de la unión personal del tipo “hasta que la muerte nos separe”. Una fluidez, fragilidad y transitoriedad implícita sin precedentes (la llamada «flexibilidad»), que caracterizan a toda clase de vínculos sociales, aquellos que hace apenas unas décadas se establecían dentro de un marco duradero y confiable. 

 

Fromm afirmaba que el sexo sólo puede ser un instrumento de fusión genuina —y no una impresión efímera, y autodestructiva de fusión— si va aparejado con el amor. Toda capacidad generadora de unión que el sexo pueda tener, se debe únicamente a su conjunción con el amor. Es este el que le quita su carácter de animalidad y lo enaltece, y lo hace trascender en el ambicionado sentimiento de fusión. Sin amor, el sexo es un vulgar subproducto de nuestro impulso, que nos deja a merced de la promiscuidad y las proezas técnicas en la cama. Es entonces cuando se vuelve evidente la íntima conexión que guarda el sexo (cuya práctica se ve facilitada vía La Red) con el amor, la seguridad, la permanencia, y la inmortalidad gracias a la continuación del linaje. Tal vez después de todo, el “amor de bolsillo” no sea el epítome de los sentimientos amorosos, y el tan temido compromiso en el Amor no carezca después de todo, de sentido. 

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Xóchitl Niezhdanova

Ingeniera de la vida y poetisa de mente, soltera por descuido que no deja de creer en el amor. Viajera en el mundo de los sueños, eterna distraída y pintora.

Los Calzones de Guadalupe Staff

Aquí hablamos de lo que importa decir, que es generalmente lo que nadie quiere escuchar

Tags  amor, matrimonio, relaciones de pareja, Xóchitl Niezhdanova

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