Desde el primer día que ingresamos en la Facultad de Filosofía y Letras, Roxana se asumió como admiradora de Ernesto Guevara, amante de la nueva trova cubana y simpatizante de lo que ella definió como ideología de izquierda.

 

Con el paso del tiempo, su liderazgo nos llevó como generación a realizar empresas colectivas en favor de “los vulnerables” –decía entonces–: los niños, los pobres y las mujeres.

 

Lo mismo nos coordinaba para organizar coloquios y seminarios, cuyo tema central era lo social, que para botear en el Metro con el fin de comprar despensas que pudiesen ser enviadas y entregadas a campesinos llegados a la Ciudad de México o a quienes las necesitaran en los Altos de Chiapas.

 

Su entrega hacia ese tipo de proyectos fue tan notable que se volvió un personaje central en la planificación de acciones que distintos grupos de otras facultades (Economía, Ciencias, Medicina y hasta Arquitectura), ideaban para hacer algo por el pueblo y “sacudir la modorra” que, según ella, nos envolvía a los otros estudiantes.

 

Con la notoriedad, la vida de Roxana se iba entre asambleas generales, visitas a colectivos sociales dentro y fuera de la ciudad, entrevistas en medios de comunicación y otras diligencias de las que no hablaba, las cuales la obligaron a hacer un viaje del cual regresó siendo otra: estridente, desconfiada y desaliñada.

 

Un día llegó a la facultad descalza, con la cara sucia y gritando consignas contra el gobierno. La semana subsecuente se repitió la historia, y luego no volvió. Su familia la internó en un hospital, en el sur de la Ciudad de México. Todos en la escuela nos enteramos de su estado, de su locura. Nos proponíamos visitarla alguna vez, pero terminábamos por desistir, hasta que la olvidamos. Hoy pensé en ella.

 

Publicado originalmente en la revista Nebula