Porqué amo los tacones altos

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Por MARIANA TRISTÁN
Desde que tuve edad para ponérmelos siempre he usado tacones altos. Entre más altos, más deseables, tacones de 10, 15 y hasta 18 centímetros de altura. Los zapatos de tacón alto son mi obsesión secreta. Como la mayoría de las mujeres, tengo una adicción incorregible a los zapatos. Compro zapatos de todos los estilos y colores, cada vez que me es posible, zapatos, zapatos, zapatos a toda hora, para toda ocasión, para cada evento de mi vida, zapatos para ser feliz, para calmar la ansiedad, para curar la depresión. Pero sobre todos los estilos, los de tacón altísimo son mi pasión. A pesar del enorme dolor que me produce usarlos durante la jornada de trabajo, durante una larga velada de diversión, o durante un par de horas para algún evento especial como una ceremonia o una presentación. Nada importa, ni el engarrotamiento de los dedos, ni las laceraciones de la piel, ni el cansancio insoportable de los pies, soy capaz de soportarlo todo por el enorme placer de lucir sobre los pies la belleza indescriptible de un par de Pumps de Louboutin.

Los colores pueden ser muchos, los modelos pueden ser todos los que quepan en la imaginación de los diseñadores, lo fundamental es la altura de los tacones. ¿Qué porqué amo tanto los tacones altos? ¿Porqué soy capaz de entregar hasta el último centavo de mi quincena por un par de zapatos Prada a veinte mil meses sin intereses? Bueno, eso no lo sé exactamente, pero siempre he pensado que la adicción a los zapatos es una patología que las mujeres transmitimos a nuestra descendencia a través de los genes, y esos genes deben ser dominantes, deben estar en un armario en nuestras células, envueltos en papel satinado y guardados en hermosísimas cajas de zapatos.

O tal vez heredamos esa afición fantástica a nuestras hijas a través de imágenes grabadas a pulso en la memoria. Yo recuerdo que mi madre tenía cientos de pares de zapatos en su armario, recuerdo que los compraba como yo, compulsivamente y sin empacho, cada vez que se sentía triste, cada vez que tenía problemas irresolubles o cuando la vida diaria la abrumaba hasta la desesperación. Vagaba por los centros comerciales arrastrándonos, pasaba horas viendo las vitrinas colmadas de sandalias y zapatillas con lazos de colores, entraba a cada zapatería y se probaba todos los modelos que podía, entraba sin reparo incluso a las tiendas más exclusivas, donde vendían zapatos que costaban más que la renta de un año entero de nuestra casita de interés social. Lo importante era probárselos, imaginar por un instante frente al espejo que podía llevarlos, calcular el vestido y los accesorios que quedarían perfectos con cada par de zapatos. Esas imágenes de la infancia se quedan en las mentes de las niñas para siempre, se guardan en la vitrina de la memoria y con el tiempo se vuelven un escaparate de recuerdos colorido y excitante.


De todos los accesorios que las mujeres usamos, los zapatos son lo más importante. Para mí los tacones altos lo son todo. Un par de zapatos de tacón alto tiene sobre mí un poder equiparable al de una pócima mágica, un elixir para transformarme de mendiga a millonaria, la varita mágica de una madrina de cuento de hadas que de cenicienta me convierta en princesa envidiada en una noche de gala. No hay nada que un par de zapatos de tacón elevado no pueda hacer por mi apariencia y mi autoestima

Llevaba hermosos zapatos de tacón alto forrado en seda nacarada el día de mi boda; saber de su existencia luminosa bajo los vuelos de mi vestido blanco me dio las fuerzas que necesitaba para caminar hasta el altar cuando las piernas se me doblaban. Tacones altos llevé también el día en que Manuel y yo nos citamos en el bufete de abogados para firmar el divorcio; tacones altos de terciopelo negro y traje sastre de un gris aperlado. Sentía unas ganas incontenibles de llorar, de salir corriendo y gritando por los corredores elegantes. No lo hice gracias a mis tacones altos, a la seguridad que me daban, porque me hacían parecer lo que Manuel no había visto nunca antes, una mujer poderosa e independiente a un paso de reconstruir su vida sola.

Llevo tacones altos siempre, cuando salgo al mundo, cuando me siento motivada, cuando me doy cuenta que estoy perdida y desesperada; también en casa, en la soledad de un fin de semana frente al televisor y la computadora. Me levanto de la silla o de la cama, todavía llevo puesta la piyama, a veces la playera deslavada y rota con la que me siento a gusto en casa, voy hasta el tocador y me miro al espejo con detenimiento, muy en el fondo de la mirada descubro a esa mujer que está sola y a punto de sentirse hundida. Es entonces cuando corro al armario y busco en las zapateras ese invaluable par de Louboutin con lazos color fuccia y tacón inhumano, los pongo sobre mis pies descalzos y me hago un chongo elevado. En el espejo de cuerpo entero al fondo del vestidor aparece esta otra mujer que se apodera de mí cuando uso tacones altos, es bella y segura de sí misma desde cualquier ángulo, camina sobre sus tacones sofisticados con la distinción de una reina y la determinación de una empresaria. La mujer triste y abatida asomando en el fondo de la mirada desaparece por arte de magia. Solo queda esa otra belleza digna de una portada de revista. A los Louboutin le seguirán los Prada de cuentas doradas, luego los Miu miu negros con dibujos de palomas blancas. Me espera una larga tarde de domingo frente al espejo, el solo pensarlo me emociona a un extremo que parece broma. Mi colección de zapatos de tacón alto aguardando en el armario es equiparable a una caja de chocolates suizos esperando oculta en un rincón secreto de la despensa. Uno a uno me los voy comiendo con sus colores brillantes y sus diseños magníficos, mis pies saborean sus texturas y mis piernas se alargan exquisitamente con su altura.
¿Qué porqué amo los tacones altos? Tal vez por eso, porque son como chocolates, un secreto y delicado lujo para deleitar los sentidos, para dar felicidad al alma.
